Jueves, 12 de julio de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
Alguna vez escribí que en aquellos tiempos los amaneceres eran altos.
En realidad lo que yo trataba de establecer, de ubicar en la pertinacia de mi memoria, es que en aquellos buenos tiempos el cielo estaba atravesado por el vuelo libre de los pájaros.
Ese vuelo, ese libre vuelo, esa libertad, era la nuestra pese a las mil carencias en las que, hoy adultos, todos coincidimos. Pero también estamos contestes de una obviedad: la vida era más simple y éramos muy felices con muy poco.
Si en aquel tiempo nos hubieran narrado esta complejidad de la dura vida actual, habríamos creído que era una fantasía futurista de algún adulto loco.
Eran tiempos, por decirlo de algún modo, límpidos e ingenuos para la población menuda que circulaba por un pequeño rincón de la llanura donde todos los pueblos son idénticos o al menos similares y bastante coincidentes con las historias que se cruzan y que pronto se transforman en leyendas y se repiten casi con sus puntos y sus comas generación tras otra y forman, digamos así, el patrimonio de la cultura popular de un pueblo.
Y volviendo a pensar en los numerosos pájaros que se han ido para siempre, o tal vez migrado hacia otras tierras más benignas, quiero resaltar que para nosotros tenían un valor y una importancia superlativa. Pájaros cazábamos, pájaros tratábamos de capturar con mil estrategias y astucias no tan refinadas a veces. Y pájaros veíamos volar tan alto, como los sueños nuestros cuando nos levantábamos ya que nos despertaban sus trinos.
Y al atardecer nos seducían sus gorjeos y murmullos en los paraísos y "siempreverdes" cuando ellos mismos llamaban su propio sueño.
Por todo esto es que cuando Paco Olaviaga compró su camión y comenzó a viajar hacia distintos puntos del país, en especial al Norte, fue cuando nosotros estuvimos más cerca del asombro.
Don Paco, como lo llamábamos nosotros, construyó una gran jaula o pajarera (el jaulón, decíamos nosotros) en el patio de su casa, muy cerca de la calle y comenzó a traer las especias más bellas y variadas de las que nuestra imaginación podría haber supuesto. Desde un tucán picudo y silencioso hasta un papagayo rojo y verde tornasolado, carpinteros, paraguayitos, canarios de colores no convencionales e incluso los amarillos que nosotros ya conocíamos, hasta un flamenco enano color rojo violento que permanecía eternamente parado en una pata. La variedad era tal que ya no recuerdo los nombres por el cual le inquiríamos cada vez que él salía de su casa y nosotros estábamos arremolinados y quietos por el asombro y la dicha, que a veces son una misma cosa.
El jaulón de don Paco en aquellos tiempos era un atractivo turístico del pueblo, en especial para la población menuda que torcía el destino de sus mandados para quedar largo rato azorada observando como en misa esa maravilla del reino animal. El éxito que fue tal que hasta las maestras llevaban a los más pequeños a regocijar sus ojos ante tanto esplendor de canto y colorido.
Justo al lado donde vivían don Paco Olaviaga y su familia tenían los hermanos Spizzo su sastrería. Como todos sabemos, los sastres y los relojeros han sido una especie de conspiradores líricos, tal vez por la característica del oficio, proclive a la tertulia y al conciliábulo y al chisme político.
Al llegar a la adolescencia nuestros intereses cambiaron como nuestros cuerpos, y trocamos entonces las visitas al jaulón de Paco por la charla en la sastrería de Omar Spizzo a quien ayudaba su hermano Pedrito, un héroe del siete a dos de aquel clásico que todos recordamos,
Como corresponde a dos sastres, vestían a la moda, pero Omar calzaba bigotes a lo Alfredo Palacios, su ídolo admirado y llevaba sobre sus hombros una manta de vicuña para remarcar pertenencia política.
Un chico de la barra, Chorchi López, era aprendiz en la sastrería de Omar, a quien una vez le oyó contar sobre el derrocamiento de Yrigoyen.
-Vaya tranquilo amigo que todo se va a arreglar, dijo Omar que había aconsejado el Peludo, cuando le fueron a advertir que Uriburu conspiraba.
Esa frase recuerdo de aquellos tiempos en que habíamos cambiado el luminoso jaulón de Paco por la sastrería de Omar.
Y nosotros tal vez no nos parábamos más a oír cantar pájaros y hoy me pesa un poco.
Cuando de todo aquello no nos queda nada.
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