Martes, 7 de agosto de 2012 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Ser argentino es un desafío constante. Cuando nos habíamos acostumbrado a que Maradona era el más grande, aparece Messi. Cuando teníamos la certeza de que toda película argentina sería un bodriazo de lugares comunes y diálogos inverosímiles, El secreto de sus ojos gana el Oscar. Cuando nos creíamos los mejores en fútbol, dejamos de ganar y tuvimos que aprender de básquet o hockey. Cuando nos creíamos el peor país del mundo, se hunde Europa y pasamos a ser modelo de los trasnochados que nunca faltan. Cuando estuvimos seguros de que ahorrar en dólares era la única manera de ser argentinos, nos dicen que es mejor ahorrar en chupetines o en bulones. Cuando nos especializamos en fabricar emigrantes, volvimos a ser un país receptor de inmigrantes que se hacen los que vienen a ver el obelisco cuando en realidad están buscando cómo ganarse unos garbanzos. Así no se puede ser lógico.
En este país, hasta ser llorón ha pasado a ser un desafío. Antes, llorar era fácil. Se te iba parte de la familia a vivir a la Cochinchina, a llorar. Perdías el trabajo, a llorar. Se te licuaban los ahorros por una hiperinflación, a llorar. El gobierno se quedaba con la plata que tenías en el banco, a llorar. Te recortaban sueldos o jubilaciones, a llorar. Y si algo te salía bien, por ejemplo levantar una tremenda cosecha de soja y ganar una fortuna incalculable en una temporada, a llorar igual, porque era parte de nuestro folclore, y además convenía llorar para que no te tomen por un millonario y te cobren más impuestos. Porque -no sé cuándo ni cómo- en algún momento este país se volvió un país de llorones. Convengamos que sobraban los motivos y teníamos el marco conceptual ideal: el tango. Pero además nos salía con cierta facilidad, como jugar a la pelota y hacer un asado. Llorar era cierta manera de ser argentino.
Ahora se complicó. Y, como dije arriba, llorar ha pasado a ser un desafío a la imaginación. No se puede llorar de pobreza parado delante de una camioneta 4x4 grande como el Sputnik. Pero sin embargo hay gente que lo hace. Encuentra en el fondo del ser argentino una metodología adecuada y razonable para que llorar sentado sobre un montón de dinero sea creíble para mucha gente. Es que ser imaginativo es también una forma de ser argentino. Cuando uno tiene, puede llorar por los que tienen menos o nada. Si eso no basta, puede llorar porque asaltaron a alguien en Tinogasta o porque aumentó la Bidú Cola en un balneario de Claromecó. Hay gente que nunca ha tenido un dólar partido por la mitad y llora porque no puede comprarlos cuando se le da la gana. O gente que no paga impuestos pero que llora porque con los impuestos de otros se organiza el Fútbol para Todos. Hay gente que llora como si hubiera vivido en Suiza o en Suecia, y de pronto los hubieran teletransportado a un lugar llamado Argentina.
Hay otras muchas posibilidades: si sos jubilado podés llorar porque con la plata del ANSES se hacen casas que generan puestos de trabajo o se pagan los sueldos de los empleados de la provincia de Buenos Aires. Si sos periodista podés llorar porque ahora se sabe que los periodistas no son angelitos de Dios sino gente que tiene una ideología y trabaja por ella. Si sos camionero podés llorar porque ganás bien y tenés que pagar impuesto a las ganancias. Si tenés todas tus demandas básicas satisfechas, podés llorar por la suerte ecológica de una montaña de Jujuy (algo que siempre te importó un carajo). Si ganás más de mil dólares por mes -sueño perseguido por muchas de nosotros cuando nos fuimos del país-, podés llorar porque hay inflación, y de paso aumentás el alquiler de la casita que te dejaron tus viejos o el precio de la escarola en tu verdulería, provocando más inflación, lo que te permitirá llorar más y con más razón. Aunque siempre estuviste a favor de la vida (por eso te preocupa tanto la inseguridad), podés llorar porque ahora se le da demasiada bola a los derechos humanos. Si en tres meses se plantea la reforma del código civil, del código penal, se nacionaliza YPF y se garantiza el derecho a la identidad de género, podés llorar porque lo de los muñequitos presidenciales te pareció una boludez. Y también se puede llorar por cosas que no se entienden (que nadie entiende): el Dow Jones, la cuota Hilton, la balanza comercial, el Merval, el Boden, el riego país, y siguen los ejemplos.
Pero el desafío mayor no es llorar y sonar creíble. En un país un tanto llorón, ese es un juego de niños. El desafío es volver ese lloriqueo una causa nacional, que sea comprada por un montón de gente asustada o ignorante. Para eso se necesitan dos cosas: gente asustada (o asustadiza) que esté dispuesta a considerar tu lloriqueo una razón justa. Y programas dispuestos a darte espacio para que, en lugar de llorar en la soledad de tu casa, llores en el Prime Time de TN. Llorar, llorar, llorar, sin nunca proponer ninguna idea, parece ser la consigna. Llorar por los pobres, por las retenciones, por la polución del Riachuelo, por el obelisco sin luz, por el piquete de la semana anterior, porque no hay lugar para estacionar, porque el billete de cien ya no tiene la imagen del emprendedor Roca, porque los pañales que dio PAMI esta semana no absorben como los de la semana pasada, porque no arreglan una calle o porque la cierran para arreglarla.
No olvides que hay gente dispuesta a creerte. Llorá nomás. Y cuando hayas llorado lo suficiente, cuando ya no haya más lágrimas en tus lagrimales ni motivos en tu cerebro, podés volver a llorar porque ahora tu cartera Vuitton está vacía y te tenés que secar los ojos con pañuelos nacionales y populares, que no secan como los de París. Ni ahí.
Acá aparece el siguiente desafío. Mentir sin ser mentiroso. No vayas a creer que son cosas separadas. El país de los llorones se parece mucho al país de los mentirosos. Van de la mano. Donde uno termina comienza el otro. Y algunos argentinos derechos y humanos integran los dos países. Funciona así: das por verdadero que lo que dijo el llorón que te precedió y lo repetís. Si es una mentira, no es del que repite la consigna llorada sino del que lloró. Y el que lloró está avalado por toda una historia previa y por la bronca que tiene porque antes tenía privilegios y ahora no los tiene o tiene menos. Se llora sin parecer llorón y se miente sin ser mentiroso. Los que se especializan en mentir sin ser mentirosos son los periodistas de los programas de madrugada. Y claro, tienen que madrugar y no tienen tiempo de andar chequeando todo lo que se dice por ahí, y sobre todo lo que sale en las tapas de los diarios. Si el diario dice que los presos del sistema penitenciario federal serán candidatos a diputados del gobierno en las próximas elecciones, allá iremos a repetirlo sin dudar. La noticia está floja de papeles, pero está en Clarín, La Nación, o Perfil, y si es una mentira será de ellos, o del periodista que escribió la nota o del editor que le puso título, o del ciudadano que les pasó el dato que tarde o temprano se revelará falso. No importa, Magdalena, Castro, Lanata, Majul, Tenembaun, y el Grupo Etcétera, la repetirán igual, porque lo está diciendo medio mundo, entonces existe la posibilidad de que sea una verdad, a medias, a cuartos, o al menos un buzón que va a comprar mucha gente.
Y la gente común (incluso mucha gente inteligente) hace algo parecido, miente corriéndote con las tapas de los diarios. Hay corrupción porque el vicepresidente vive en Puerto Madero. La plata del ANSES se dilapida porque el tanto por ciento del tanto por ciento da tanto por ciento (no se entiende, pero suena tremendo). Los presos se van de joda porque una agrupación que no saben cómo se llama los llevó a un evento que no saben dónde fue ni cuándo. La imagen de la presidenta cae porque los que no la votaron lo dicen tres veces por día en lugar de una. La plata argentina no tiene valor porque si uno va a Uruguay el taxista quiere cobrar en pesos uruguayos. El gobierno nacional apagó el Obelisco porque Macri lo lloró por televisión. El secretario del secretario del secretario del gobernador es corrupto porque tiene una casa enorme que Lanata mostró por televisión cual vendedor inmobiliario.
Rumores, chismes, lamentos, cháchara y verdades, todo parece tener el mismo valor en esta Argentina de hoy. Así, mal que mal, se va construyendo un país que ha recuperado su orgullo y que va hacia adelante tratando de escapar a su destino de tango y tragedia. Y sobre todo a su destino de pobreza al que fue condenado desde que fue encontrado y luego saqueado por las reglas del famoso orden internacional.
A todos los alcahuetes que repiten las mentiras de los llorones, y a los llorones, podríamos pedirles que alguna vez propongan una idea. Una sola, me conformaría. Y si no tienen ideas, que propongan candidatos que las tengan. Y si no los tienen que los fabriquen o que se dediquen ellos a la política. O que las compren (yo vendo; me sobran las ideas, como a mucha gente en este país). Acá va una de regalo: "A todos los argentinos que se dediquen a pensar y a trabajar en lugar de llorar y de mentir se les agradecerá de corazón; el resto, a llorar al cementerio".
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