Lunes, 13 de agosto de 2012 | Hoy
Por Fabricio Simeoni, Federico Tinivella y Beatriz Vignoli
A Martín Kaissa
"Hay un mundo para todo nacer, y el no nacer no tiene nada de personal, es meramente no haber mundo. Nacer y no hallarlo es imposible; no se ha visto a ningún yo que naciendo se encontrara sin mundo".
Macedonio Fernández
Trepó despacio los tres escalones de la escalerita verde, para estirarse al fin y rodear con dos dedos el frasco de mermelada de arándanos que estaba en la repisa del lado derecho de la ventana, donde Má guarda los dulces y los frutos secos.
Mientras acariciaba el vidrio, recordó el aroma a pinos que se desprende después de las lluvias en los bosques del sur patagónico. Arándanos. Una palabra que no se sabe bien si es un sustantivo o un verbo, dijo al aterrizar en la Patagonia, en lo que hasta entonces había llamado meramente "el sur". Fue un mal chiste de aeropuerto y nadie se rió. Llegar por avión era como nacer por cesárea, comparado con las horas de desierto terrestre: un tiempo que de tan inmenso ya era casi un dolor para los que iban a la Patagonia a cultivar arándanos. La palabra sonaba en las bocas mansas y cansinas de los nuevos pioneros como una plegaria. "Arándanos, señor", era posible decir, de tal manera que nunca se sabía si uno estaba vendiendo arándanos a los turistas o rezando al Dios patagónico, que olía a iglesias de madera cruda como recién serruchada de los pinos, uno de cuyos tablones constituía ahora la repisa del lado derecho de la ventana, su único recuerdo material del sur, además del frasco de mermelada de arándanos.
La remera dentro del pantalón le impedía estirarse con comodidad; de todas formas hizo un esfuerzo y logró envolver (la mano es una pinza) el frasco pero sin presión alguna; para eso necesitaba estirarse un poco más sobre la escalerita. Atravesó con la mirada la ventana, en un viaje rápido y horizontal, y vio cómo dos gorriones hacían ondas en el viento que parecían líneas en una lámina de dibujo. Estiró un poco más los pies; arqueó la planta de las zapatillas deportivas, obligando a la escalerita a patinar sobre el piso de mosaicos encerado. La escalerita verde es un recuerdo del abuelo, y sus maderas están unidas por clavos ancestrales que hablan del oficio perdido de los artesanos, explicaba Pá. Los pies pisan el aire, las luces de la mañana entran en los ojos como el fuego y hacen que todo sea más denso e irreal. El aroma de las tostadas también penetra, como aguja en la carne, las tostadas quemándose sobre el fuego. El frasco de mermeladas se quiebra sobre los mosaicos, los arándanos dulces sobre las tostadas, el fuego quemando lo dulce. El cuerpo quedó estirado junto al frasco roto, los arándanos cerca. Una mancha como de sangre, con coágulos y todo, pero más espesa y más azul que la sangre. Arándanos. La única comida azul en que pudo pensar para una lista de comidas azules. Los turistas las llamaban blueberries, las moras azules.
Los ojos se abren y se cierran, fotografían las moras azules sobre los mosaicos. No hay una máquina para capturar los aromas. Ni una que repita el sabor del primer beso: las blueberries robadas en el frío, pasando de boca en boca y de un idioma a otro, las ortodoncias como un idioma común. No hay una máquina para viajar haciendo del tiempo la voz de lo menos capturado. La prolongación del deseo (la mano es un hostal para huesos) que amedrenta en la postrimería del dulce su variable. Las demoras del cuerpo invadido. Marmalade, malade, marmalade. Estiró un poco más la mano y consiguió tocarla embadurnando la línea que forma la eme, las uñas enterradas en la voluptuosidad de lo que al manjar desteñido y vidriado le queda. El frasco roto, el cuerpo quemando que se le vuelve fuego como en las tostadas envilecidas a las que se les raspa con un cuchillo poco afilado los vértices negros del sol que aparece en las axilas apoyadas igual al frío: no supo decir mermelada, ni siquiera apodarla. Una colección de panes híbridos que se cuelgan del hombrecito estirado, como si todo de este lado fuera un lunes de panadero viejo que barre cual abuela una vereda seca. De este lado quedan solamente las moscas desafortunadas que van al reflejo del dulce al vidrio. Le duelen las muñecas porque algo debía doler detrás de la máscara. Marmalade, malade, marmalade. El corrimiento del eje lo aleja del centro, y su centro era el sur (sólo al volver lo supo) y la mano es un ejército de la voluntad, pero un ejército rebelado en el cual cada falange es un rehén contestatario; la mano es un árbol de corteza blanda, la mano es un delta óseo, la mano es una raíz que busca el agua en el fondo del planeta.
¿Y la boca?
La boca que nunca supo pronunciar blueberries ni blackberry, ¿qué es la boca? La boca a la que lastimaban por dentro los alambrecitos de la ortodoncia, ¿qué es? Entre la mano y la boca, existe el mundo. Existe la mermelada. Existe la mañana como una promesa de luz. Una promesa de mundo, una plegaria. Arándanos. Arándanos, señor.
¿Y si volviera? Si una mañana límpida de invierno él descubriera que la mano también puede ser un dios cuando firma, cuando se extiende por debajo del vidrio para recibir el pasaje que otra mano corta de otra máquina. La mano que se encallece nuevamente de aferrar las manijas de las valijas. Adiós, Má. Adiós, Pá. La mano que entrega el pasaje y se toma del pasamano. Hola, otra boca; hola, frutilla azul, joven y antigua mora azul silvestre. Lo piensa y ya está ahí: la mano está manchada, pegoteada de azul; la boca chupa el dulce de los dedos, única comida azul del mundo.
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