CONTRATAPA
› Por Nicolás Manzi, Federico Tinivella, Fabricio Simeoni
Las mujeres entran a la tienda y se prueban sus vestidos en un cubículo diminuto. Se quitan la ropa y la cuelgan en un perchero improvisado. Hay de pared un espejo que las muestra ante el paso del tiempo y no hay chica de la tienda, joven y arrogante, sí Andrés Navas, pícaro y aventurero, para servirles. Hay luces fuertes. Probarse la ropa. Luces fuertes. Los espejos mancharon de arrugas la foto de la vacación. El comienzo de una idea. En la mesa ratona del living descansan ahora los esbozos de una idea, pedacitos que a Navas le cuesta unir para formar un todo. Los esbozos van tomando forma de planos de arquitectura, allí hay muchas líneas y marcadas en fibra apreciaciones en los márgenes. Se trata a grandes rasgos de una insinuación visual de los aspectos básicos de una tienda de lencería. Pueden distinguirse algunos garabatos detrás del espejo, de un sillón, una barra con el detalle de las botellas. Este es el bunker, un mirador individual detrás del espejo.
La palabra voyeur deriva del verbo voir (ver) con el sufijo -eur del idioma francés. Una traducción literal podría ser mirón un observador, con la connotación peyorativa del caso. No es lo mismo que mirar revistas piensa Navas donde las mujeres tienen rostros de muy lejos, es sí, parecido, a esos lugares (peep shows) donde las bailarinas hacen un numerito dentro de una pecera. Sin embargo en este rincón no hay que pagar, de todas formas no hay consentimiento por parte de la mujer, cosa que a Andrés no le preocupa demasiado. Al contrario, ve con buenos ojos que estas mujeres sometidas a su ejercicio ni se enteren que un depravado las observa, perderían naturalidad, piensa.
El voyeur suele observar desde lejos, bien mirando por una cerradura, por un resquicio o utilizando medios técnicos como un espejo (nuestro caso) o una cámara. El voyeurismo se da en mayor medida en hombres, mayoritariamente heterosexuales, ya que es el hombre, dice Wikipedia, el que depende más del sentido de la vista para alcanzar la excitación sexual.
Llegó el día del estreno y el nombre del local tenía que ver con el cine. Navas le puso La flor de mi secreto. El negoció se llenó, las vecinas estaban enloquecidas, no había tienda en el barrio, antes tenían que irse hasta Empalme, entraban de a dos al vestidor a probarse, medirse y mirarse la ropa que Andrés trajo, especialmente seleccionada, de la Salada. Pero fue entonces que Navas se dio cuenta que no podría atender el negocio y despuntar el vicio al mismo tiempo. ¿Cómo correr hasta su cuarto de depravado si tenía que atender, decirle sí Marcela te queda bárbaro, no querés ver el rojo, te doy un talle más, probate tranquila que ya vuelvo?
La dejó entonces detrás del mostrador de madera italiana a la tía Marie que estaba entrada en años y tenía algunos kilos de más, pero siempre se había pronunciado como una anarquista intransigente dichosa de despreciar el vil metal y su intercambio como así también penosa por no haber podido nunca usar una calza negra y ajustada que le regalara su marido fallecido de un ataque cardíaco mientras se media un vaquero en un cómodo probador de la favorita.
Así Navas hacinaba todos los cuerpos con su mirada infrarroja que penetraba la figura femenina de cuanta vecina entrara al probador. A esa tarde se le habían empañado los ojos como recónditas insinuaciones de manos transpiradas, retinas vidriosas y planetas alineados. Pudo ver desfilar como a Eva en el paraíso a todas las mujeres que siempre vio vestidas en las veredas de empalme queriéndolas con la mirada, una a una sólo con la mirada. Hasta que Sonia, la hija del almacenero Omar, decidió probarse la bombacha roja. Como si hubiese estado esperándola.
¿Cuál es la distancia entre la rojura de la bombacha de Sonia y la locura del espasmódico iris? Todo el aire que se frota entre la desnudez que reviste la textura textil, es igual al aire que los separa, por lo tanto, en resumir una fracción se da la nada misma. La mirada toca y atraviesa el rojor, y eso ya es contacto; el fuego ha sido encendido, el probador es un horno que cocina una torta, una tarta, un pollo con papas. Hay fuego, el tiempo se dilata. ¿Qué es el tiempo, si en un segundo se esconde la eternidad? Desde el punto de vista de un dios, hay sexo en los probadores, hay sexo en las peatonales, hay sexo en el "buen día Navas", en el "deme dos kilos de chorizos". La calle es una orgía, en invierno en primavera. Las muchachas en pelotas, piensa Navas, ya no más, piensa. Navas camina detrás de Mabel, la de graciosos glúteos, y ya no sueña con tocarlos, pues ya son tocados por el tacto de la clarividencia, ya son tocados por la luz del dios que modeló con su mano pícara la graciosidad, la generosidad, el glúteo.
Navas se asoma a la vereda de la tienda. Son las ocho de la noche del tercer día. Se ha quedado sin mercadería. Las mujeres han comprado todo, abultadas, haciendo cola para entrar al probador. Extenuado, piensa en qué tipo de descanso se merece. La persiana comienza su descenso automático; las rezagadas corren a preparar la cena. Los maridos corren a comer su cena. Navas no se decide entre el arroz o las aceitunas. Mira hacia la esquina, el bar sigue abierto un rato más. La luz de un farol tiembla, un perro se tira pancho en un umbral. Pasa un auto, dos. La calle no termina nunca, más allá estará el límite, luego el campo, el monte, y después alguna montaña o algún río, y después será el cielo, y entonces las estrellas y las constelaciones, y el universo. Para el dios del universo, ya ni Navas, ni Sonia ni ninguno de nosotros estamos ni estaremos, pero sí la rojura y la idea de rojo, el encaje y la idea de tanga.
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