Miércoles, 21 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Paul Citraro
Sentido trágico por encima de cualquier dispositivo moral. La esquizofrenia es puro cuento, como la vida. No se trata de elegir una vida u otra. No hay opciones. Lo que nos toca, es.
Tom Harrell sigue vivo. Escribe su música desde cada oteada al chaleco interno. Desde un plano horizontal.
Siempre.
Profesor, gurú, invisible. Un faraón corrido del vértice de la pirámide. La cornisa de la que unos cuantos se amasijaron en caída libre.
Hay muchos modo de permanecer latiendo. Pero el destino no es una fotografía de la felicidad o de un rato amargo. Y California no parecía un sitio tan aburrido para un jazzero. Harrell gritó rabiosa su prepotencia y su desgracia al cierre del III Festival de Jazz en Rosario. Nadie escucha la máquina; todo sigue como si nada sucediera. Está la violencia de la escena, la de alguien que ladra su terror para nadie, y tiene la misma intensidad y la misma brutalidad que ese escupitajo en la cara. Como si la ausencia de Bill Evans fuera, en cierta forma, el motivo de la aparente anemia.
Llorar a coro es políticamente estéril. Harrell no pide compasión sino acción. La resistencia es eso, hacer sin moralizar. Un esbozo político montado sobre argumentos complejos, vitales, de costumbres y de gentes y de vanguardias. Por ahí pasa el tranvía.
Presentó una buena parte de Number Five, su último disco.
¿Cómo componer una nueva obra sin anclarse en argumentos repetidos? En la música de Harrell no se huelen los sahumerios.
¿Tendría ese disco Cortázar en su pequeño apartamento de Paris? Cortázar murió cuando Wynton Marsalis recién comenzaba.
Al frente de su joven quinteto, Harrell aportaba una precisión intangible, una solvencia de sonido que nos remite a la voz de un adulto oída por un niño, una pronunciación que da autoridad al contenido; además, sus ideas eran ecuánimes, equilibradas, aun frescas.
Podría deducirse de estas asociaciones que una atmósfera de lo incomprensible rodearía al disco: todo lo contrario. La música que contiene es dicha pura, trasluce el sentimiento del amor a la vida y a sus mejores momentos. Como en las viejas épocas que lo mencionaban como el trompetista que hace el amor en vivo. En el caso de este viejo jazzmen, como es natural, lo mejor de su propio pasado, fue volver al futuro.
Un punto de partida, de vidas que se cosen a fuerza de necesidad, que abren las puertas que tienen a mano, vidas simples con la densidad de lo que les tocó en suerte. Un prisma que nos permite ver hacia atrás, a los que se desacoplaron, a los que fueron por la curva cuando todo decía que el camino era recto. No es una historia más de víctimas, eso no. Sino a los que inauguraron lo posible frente a lo necesario. Las víctimas son para los que les gusta llorar y compadecerse. La peor forma del dominio: hablar en nombre de otro, debilitarlo para someterlo en el discurso de una tradición.
Complejidad de lo cotidiano, sopor de permanecer siendo el que se es. ¿Resignación? No, nada de eso. Ingresar desde otro lado al mismo problema, del lado de lo que sucede a diario. Ontología de la vida privada para trazar los límites de estilos a los que están expuestos, de un modo irremediable.
Es la botamanga de su música, composiciones dirigidas a la razón que evalúa y a los sentidos que sienten. Pluralidad rítmica, reunión sonora, comunidad; sentimiento que es felicidad, ahogo, pena, huella, ceremonia. Aquella necesaria para hablar el idioma de lo popular en el arte, tan difícil de decir y tan fatigoso para no caer en la tentación de ser un guardián.
Tom Harrell es de una raza breve, de pocos, de creación y simpleza. En el medio de su propio juego, el juego predilecto de los niños.
Un verdugo disfrazado de niño. Nadie salió ileso de su música.
Ahora todo es más chiquito.
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