Miércoles, 9 de enero de 2013 | Hoy
Por Mariana Miranda
Osvaldo Giménez avanzaba lentamente en el mediodía blanco que destilaba fuego. Llevaba tras los pasos cansados de su haber múltiples acontecimientos funestos. Sólo la sombra de su cuerpo hería el horizonte hirviente de la vereda de la plaza vacía.
Caminaba lerdo. Ninguna promesa de paz tras sus pasos.
El tropel de imágenes sacudía su cabeza atropellándola sin piedad.
Le dolían en las sienes los recuerdos.
Cada tímpano reventaba, al escuchar, otra vez, los gritos.
Y los pasos descalzos se quemaban en la vereda calcinante del misterio.
No había duda: lo había traído al nacer.
Como un simple presagio de los acontecimientos por venir.
No había duda de que en la memoria genética que había presenciado su propio parto todo estaba escrito: una historia de renuncias inmemoriales que lo incluían en el historial pétreo de una familia sin porvenir alguno.
Y su sabiduría no iba más allá de lo que su memoria biológica le permitía intuir.
Osvaldo Giménez no había sido un mal hombre.
Sólo un ser cualquiera, atrapado por las circunstancias.
Los gritos de su madre desgarraban aún los albores de su infancia, sola y callada, enterrada en los espacios frondosos y lejanos de las orillas de un Paraná cansado, tan cansado como sus oídos de escuchar siempre las mismas muertes.
Y se nació allí.
En un monte crepuscular de un litoral entreverado, de gentes y de idiomas, de indios y de palabras, de víboras y de sauces, de yacarés, surubíes y dorados mágicos.
Y él no era un mal tipo, no.
Nunca lo había sido.
A pesar de lo que todos, después, se animaron a decir.
Era un tipo común, como tantos otros.
Sólo un ser cualquiera, atrapado por las circunstancias.
Encarnado en el aparato del Destino.
Como un hombre más.
Se había nacido en una tierra de gauchos guachos y borrachos, que montaban en pelo todas sus desgracias.
Y él también, desde niño, aprendió a llorar sus penas tras las crines del potro.
O entre los camalotes de las islas.
O bajo el llanto de los sauces, para no sentirse tan solo y abandonado con sus lágrimas de pibe, que lloraban vaya a saber Dios cuál ausencia.
Y los mates amargos de cada una de sus mañanas no le habían sabido decir quién sería.
Tampoco qué es lo que haría.
Y los gritos de su madre le desgarraban aún su presente de hombre, encaramado en los recuerdos vencidos de una infancia borroneada por tantos ayeres olvidados y tantos mañanas postergados en el afán de tener más.
Y teniendo menos cada vez, se había enterrado hasta los tuétanos en los reproches vencidos de su propia imagen, olvidada desde hacía ya tanto tiempo, tras los álbumes rotos de las fotografías en blanco y negro, aquellas que le narraban desde su turbio retrato sombrío todo lo que él, en otras épocas, había sido.
Osvaldo Giménez no había sido un mal tipo, no.
Uno más.
Sólo uno más.
Y entre costura y costura de su propia metamorfosis autogestionada él sabía, aunque era evidente que le costaba reconocerlo, que ya no había más remedio para los que volvían de ese más allá crónico de esperanzas aguardadas tras las lluvias y de rezos encontrados en las capillas anónimas de los pueblos cansados de este país.
Y como él sabía que ya no había más remedio para los esperanzados que rezaban a la Virgencita María o al San Cayetano por sus desgracias, él había decidido volver a encarar el presente con todas las ganas, con todas las fuerzas, sin esperar que el diosesito de la última hora le bendiga su infortunio.
Y su Destino nunca le susurró al oído suavemente qué es lo que haría.
Pero él un día lo hizo.
Se levantó puntualmente, como todas las albas de sus amanecidas mañanas y agarró el facón, aquel facón guacho que tantas otras veces había guardado por miedo a que Mandinga le picara en los dedos rápidos la vena del odio y la sal de la venganza.
Pero sin embargo esa noche Mandinga había dormido tranquilo. Dios también.
El Jesusito de tierra que velaba por todos mientras descansaba en el corazón del monte, durmiendo bajo los sauces, tampoco había tenido ninguna noticia.
Fue Osvaldo Giménez nomás. O el preludio de su destino trágico.
Montó en pelo y se perdió, buscando los gritos que sus tímpanos celosos le decían.
Y atravesó kilómetros buscando la raíz del ruido.
Y tuvo que dejar el potro para internarse en el corazón del monte.
Y por miedo a las yararás, él huyó. Se fue para no volver.
Y Osvaldo Giménez, a pata, avanzó, facón en mano.
En el rancho, casi oculto por los árboles, lloraba una santa.
Y los gritos pelados del tipo partían la tierra.
Ni un bicho se animaba a reptar en la selva espesa.
Un litoral mojado de lluvias y verdes era testigo.
Osvaldo Giménez avanzó callando. Como el puma mismo que acecha al matar.
Con un grito macho clavó al hombre.
La sangre le pintó el pecho al medio, el rostro espantaba terror.
La santa lloraba, todavía acurrucada al piso. Los ojos suplicaban.
El hombre se moría en un jadeo estertóreo.
Ella lo sabía. El también.
Osvaldo Giménez supo entonces que todo su dolor no había sido más que una promesa hueca.
Una promesa vacía de esperanza.
Liberó a la santa de una puñalada.
Y ella aún no alcanzaba a entender nada: acurrucada al piso, gemía.
No sabía si del llanto acumulado, del terror, del asombro.
Osvaldo Giménez salió.
El alarido de la mujer partió la paz del monte.
No se dio vuelta. Sólo siguió caminando. Sabía que para él, eso era justicia.
Y se fue tranquilo, caminando.
Con el facón ensangrentado que todavía le chorreaba reproches.
Sabía que había liberado a una santa de la voracidad de Mandinga.
Aunque ella todavía no lo entendiera.
Sus pasos enfilaron al pueblo.
Nadie había.
Nadie le preguntó.
Ningún ser habitaba el sol del mediodía hirviente de enero, quizá alguna iguana osaba encandilarse inmóvil en sus rayos, quieta cual estatua de piedra.
Y los pasos descalzos se quemaban en la vereda calcinante del misterio.
Todavía chorreaba sangre la camisa.
No había duda: lo había traído al nacer.
A pesar de que todos los angelitos del pueblo hubieran rezado para impedirlo.
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