Jueves, 10 de enero de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
a Miguel Correa
La infancia nuestra no tuvo juguetes, pero sobró siempre imaginación para inventar los juegos que nos ocupaban el tiempo libre que nos dejaba la escuela.
No me estoy refiriendo obviamente a la casi excluyente práctica de fútbol, cuya mención evitábamos por el más simple y concreto de jugar a la pelota en interminables picados que nos llevaban las tardes enteras la mayor parte de la semana.
La fuente de inspiración más directa la teníamos en las películas que veíamos en la pantalla del cine La Perla, y que pasaba lisa y llanamente por las llamadas de acción por la industria del ramo, pero que nosotros clasificábamos como: de cowboys o de indios, de piratas, de espadachines, de caballeros (y sus lances de honor), o de detectives y pistoleros, como llamábamos al mero género policial. Cualquiera hubiera sido la película que nos hubiera fascinado y en ese tiempo primario de emociones fáciles eran, se puede decir, todas las que veíamos esas tardes de domingo, pasaban a representarse libremente en los días subsiguientes.
Eramos consecutivamente Cisco Kid, El Caballero de Negro, Marlowe, el Corsario Rojo, alguno de los tres mosqueteros o Enrique de Lagardére, un espadachín del Rey de Francia que tenía una estocada impecable y fulminante: remataba con un puntazo en la frente a sus rivales. Con entusiasmo, nosotros al lunes siguiente nos reunimos y fuimos cortando algunas ramas rectas de paraíso, que pelamos minuciosamente, salvo una de sus puntas que ofrecía como empuñadura de la futura espada. Allí insertamos el palo en el tazón de un cucharón viejo o un cartón que prolijamente fue cortado con unas tijeras y quedaba de puño guarecido de los golpes.
Pero no nos salía la estocada. El único que lo logró certeramente fue Miguel, a quien llamábamos Chajá y que a su paciencia sumaba natural ventaja de ser zurdo. Inmediatamente fue nombrado el primer mosquetero, o el Lagardére, el jefe de esa bandita desflecada.
Entonces sí nos permitimos el coraje de concertar un duelo con la barra rival del barrio El Porvenir donde enseñoreaba el almacén de ramos generales de don Vicente Tallarico.
Y allí fuimos una tarde donde nos esperaban bajo el mando de su elegido jefe, Miguelito Ocariz.
No tengo detalles en mi precaria memoria de los pormenores de esa batalla que debió ser pareja o ahora lo imagino. No retuve los nombres de todos, pero Jorge Cavagna, el mismísimo Juancito Tallarico, hijo de don Vicente, es seguro que fueron de la partida. Pero sí tengo fresca en la memoria el desenlace. La lucha debió ser muy pareja, a los sablazos limpios y tal vez sin cuartel hasta que de pronto una voz a quien el recuerdo no le da dueño paró a los gritos la pelea y gritó:
-Que peleen los jefes, para saber quien ganó.
Y así fue. El trámite entre los dos tocayos fue lo suficientemente parejo hasta que Miguel Correa, el Chajá no tuvo más remedio que utilizar su peligrosa estocada.
Miguelito Ocariz se llevó una mano a la frente que por supuesto sangraba. Nos asustamos mucho pero a fuer de sincero se aguantó el dolor sin quejarse. Tiró su espada improvisada y concedió:
-Ganaron ustedes.
Creo que el festejo no fue tal porque habíamos visto sangre y alguno pensó que la cosa podría haber pasado a mayores.
Quiero creer ahora que eso nos disuadió por un tiempo de esos juegos tal vez peligrosos sin dejar de ser inocentes.
La otra anécdota también lo tiene como protagonista principal al Chajá.
Una tarde en la cual habíamos jugado una serie de picados en la cancha del club y volvíamos hacia la cortada con cierto aburrimiento y nos tiramos indolentemente en la gramilla a descansar, alguno dijo:
--¿Y si jugamos una guerra?
Eramos, lo recuerdo bien: seis. Los hermanos Correa, Hugo y Miguel, los hermanos Míguez, Toto y Pili, Tago Sánchez y yo.
Como todos teníamos gomeras y los proyectiles nos fue fácil procurarlos: los árboles de paraíso nos dieron sus bolitas verdosas. Con ellas, no se mataba un pájaro pero si uno lo recibía en el cuerpo, dolía.
Hugo, varios años mayor distribuyó los grupos así: él formaría equipo con los más chicos (Pili y Toto) y nosotros tres de edades similares formaríamos otro.
Los pequeños del grupo se rindieron pronto, porque no supieron protegerse bien detrás de esa hilera de paraísos que sombreaban la vereda de Gerlo.
Quedamos tres contra uno. Arrinconamos a Hugo, quien se había guarecido en un pozo que la comuna había cavado para plantar nuevos árboles. El hecho es que se negaba rendirse. Toto y yo, ni locos le pensamos tirar con nuestras gomeras. Pero Miguel, su hermano menor no era de la misma idea:
--Rendite Hugo --le gritó con la gomera a treinta centímetros de su cabeza.
--No --fue la respuesta.
--¡Rendite carajo! Le gritó y antes de que su voz se acallara accionó. El proyectil le dio en la plena frente y de inmediato le creció un chichón gigantesco.
Entonces saltó hacia fuera y comenzó a correr a su hermano hasta la casa. No recuerdo si llegó a pegarle, porque en realidad Chajá corría esa tarde como el viento.
Quizás fue rivalidad entre hermanos, pero a mí se me hace que se había tomado en serio su papel de jefe de esa barrita que lo miraba atónita y admirada mientras había dado su última prueba de valor temerario.
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