Viernes, 25 de enero de 2013 | Hoy
Por Beatriz Vignoli
A Gabriela W. y flia.
A Gustavo Caso Rosendi
"Del color exacto del cielo al amanecer", me contó Aguirre que su abogado le dijo que era su corbata. "Justo lo que no puedo ver acá adentro", contestó Aguirre. Acaso fascinado por el color (por el brillo del color, por la esperanza de cielo en ese brillo), Aguirre le pidió la corbata a su abogado y el abogado le regaló su corbata color amanecer. Un grave error, como pude saber luego. Un tipo raro, según Aguirre. Tenía ojos saltones, ojos de perro alunado. No estaba bien. No era normal. Callado al principio, entró en confianza. Se ve que lo vio triste y se quedó charlando con él. Se quejó de que las mujeres lo trataban de bulímico, adicto a los carbohidratos, glotón y goloso. Le contó que la corbata había pertenecido a un subteniente retirado que nunca llegó a usarla. Le dijo que la palabra gula se parecía sospechosamente a la palabra gul. Según el abogado de Aguirre y según Wikipedia, un gul (del árabe, ghul; plural: guilan; femenino: goule) es un demonio necrófago que vive en los baldíos y ronda por los cementerios, profanando las tumbas y devorando cadáveres. También come niños, bebe sangre y roba monedas. De gul vienen gula, goloso, golosina, engolar y engolosinar.
Aguirre se quedó bastante impresionado. Soñó una pesadilla. El domingo lo fui a visitar y me contó su pesadilla: tenía que atravesar una oscuridad espesa, y un perro lo guiaba.
Se despertó y miró la corbata. Vio un brillo siniestro en esa seda tornasolada y ambigua.
"Es la corbata flashera./ Se escapó de una bañera", me puse a zapar, para reconfortarlo.
Llevátela, me dijo. No quise. A la mañana siguiente lo encontraron ahorcado con ella.
Ya ni siquiera podemos enloquecer de horror. Antes por lo menos podíamos. Ante el mal (ante el Mal con eme mayúscula), el horror y la locura eran nuestras líneas de fuga, nuestras vías de escape. Uno se volvía loco y después retornaba, tan ocupado en calzar de nuevo en alguna mínima idea común de realidad que el detonante quedaba olvidado. Cualquier problema era seguro de uno, que estaba medio loco, o loco del todo, o bien tratando de no volverse loco, o mejor aún: tratando de volverse loco, de huir del horror a través de alguna persecuta, trivial pero insistente, que lo convencía solamente a uno, si es que lo convencía. Y el horror mismo, ahora que lo pienso, era también una forma de alejarse. En cambio esto, esto es nuevo: el estupendo fresco de la miseria humana desplegado ante mí, que lo miro con toda frialdad, y lo que es peor: lo soporto. No es que no pueda soportarlo. Y lo que es peor aún: soy parte. Yo fui testigo, inerme pero cómplice, de cómo el largo silencio de Agustín Aguirre llevó a Grace a la desesperación absoluta y después a la muerte. Que no me vengan a decir que una cosa fue sin la otra. Y fui testigo, muy poco después, de cómo Agustín se desbarrancó tras ella. Ahora, soy el último. El último sobreviviente de mi pozo de zorro. Sosa quedó allá. Aguirre volvió.
Quiero decir: volvió allá. Y yo, el sobreviviente, soy el único que todavía puede hablar.
La noche de año nuevo, con los cumpas, encendimos una fogata en la playa. La misma playa donde el verano pasado nos sentamos a cantar en el bote varado con Martín y Gustavo, los poetas de la guerra... digo: los poetas de City Bell; y con Aguirre y su hermano, y con el amigo de su hermano. City Bell, como jingle bells, como campanas de Navidad. Recuerdo de la noche de año nuevo un descontrol de alcohol; me recuerdo, a las tres de la mañana, hachando leña a mazazos. Uno de los cumpas me dijo: esto es un símbolo, hachar leña con una maza es un símbolo. Y después echó la maza al fuego.
Gustavo me contó un sueño. Es un sueño recurrente, una pesadilla: no puede volver a casa. "Estoy en algún lugar no definido y mi auto no arranca. Quiero tomar un ómnibus, pero no para; quiero tomar un taxi, pero tampoco. No puedo volver de ningún modo. Sé que mi esposa y mis hijos me esperan, me están esperando, pero yo no puedo volver de ningún modo. Entonces camino. Sé que es larguísima la vuelta, pero camino hasta que hay un mar infinito que no me deja seguir. Espero algún barco, algo; pero nada. Mi desesperación llega hasta el punto de querer nadar, pero sé que no voy a llegar a ninguna costa, entonces vuelvo, no me animo. Mi esposa está esperando. Mis hijos están esperando. Pero no puedo llegar hasta ellos. Ni hasta mí mismo: mis piernas ya no creen en llegar a algún lado y se rebelan". En 1982 Gustavo estaba haciendo el servicio militar en el Regimiento 7 de La Plata. Fue a la guerra como conscripto. Como yo, como Sosa, como Aguirre. Como Petar Vojkovic, que no volvió, y a quien Gustavo le escribió un poema. Un poema acerca de todo lo que murió con él, cuando estalló con aquel bote. En el sueño, Gustavo no vuelve. Solamente vuelve cuando se despierta.
Y su esposa está ahí.
Me dijeron que en Japón, en la noche de año nuevo, se junta la gente a la orilla del mar, para contarse cuentos a la luz de cien fuegos encendidos. Cada uno que termina de contar su cuento, apaga una llama. Así, la penumbra crece a medida que los relatos avanzan. Al final del cuento número noventa y nueve, cuando sólo queda un fuego iluminando el lugar, "el poder de las historias contadas, la atención de la gente y la oscuridad hacen que el último cuento, el número cien, sea narrado por un fantasma".
Recuerdo un viento fuerte, un cansancio de guardia nocturna, el color del amanecer.
El amanecer ahuyenta a los demonios. Al clarear el alba, nos tiramos al agua, gritando.
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