Martes, 29 de enero de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
Desafiando al clima y al tiempo, parado sobre un trípode compuesto de voluntad, memoria y sentido del humor, se lo podía ver vendiendo diarios todas las madrugadas de su vida en la esquina de Cafferata y Córdoba. Si las ciudades son sumatorias de soledades, es cierto que existen hombres más solos que otros. Pacucito era uno de ellos. El sobrenombre, al igual que el trabajo y algunos tics, lo había heredado de su padre. Paradójicamente se había ganado la vida vendiendo papeles escritos pero no sabía leer. Menor de cinco hermanos, su madre murió joven y su padre decidió educarlo solo. "Yo tampoco sé leer, nunca me hizo falta, le ensañaré lo que le haga falta para vivir, lo otro se lo dará la calle", palabras que solía repetir su progenitor.
Las letras eran como hormigas negras aplastadas sobre el papel, "menos mal que no son de las coloradas porque si no estaría lleno de ronchas", solía bromear. Las veces en que sus hermanos trataron de interferir por él, las discusiones terminaban siempre igual, "el pibe está bien así, no entiendo porqué tiene que ir al colegio, no veo motivo alguno". Estas últimas cuatro palabras eran como los cuatro lados de una lápida que caía pesadamente sobre cualquier cambio de opiniones.
Justo cuando había tomado coraje para independizarse, decirle en la cara todo lo que lo odiaba por haberle robado su infancia, el Pacú padre murió en sus brazos una noche de invierno. La mejor de las muertes, un ataque al corazón, consciente hasta el final. Siempre supo que se estaba yendo, de lo contrario no hubiera dicho las frase que dijo: "Acordate que Saccone está suspendido hasta nuevo aviso", o "el reparto se hace pase lo que pase". Esto fue lo que hizo. Mientras velaban sus restos en la cochería Hugo, repartió solo todos los ejemplares. Había empezado a creer en el destino.
Su memoria estaba parcelada en los detalles de una casa, la ventana, parte de la puerta, un tapial, nunca guardó una vista completa de una vivienda. La casa de la vereda rota, la del portón azul, la de al lado de la farmacia, era con las coordenadas que se manejaba, imposible delegar el trabajo. Si bien le gustaba hacer reír a sus clientes o hablar de pavadas en la parada, tirar los diarios en la soledad de la noche era encontrar el sosiego. Pedaleaba con él mismo, se preguntaba cosas y silbaba tangos. Para combatir a la rutina, nunca hacía el trabajo de igual forma. Más que lo monótono de su tarea le entristecía la necesidad que tenían sus clientes en recibir el matutino exactamente igual que todos los días, que le aseguraba que todo estaba igual, que no le iba a pasar nada extraño, nada nuevo, que estaba libre de toda excepción, que podía seguir durando tranquilo.
Nunca dejó de asustarle la obsesión de don Irineo, que detrás de la puerta, acompañado de su insomnio, tironeaba ansioso desde el extremo del diario que entraba por el buzón. Era como el testamento para un corredor de postas. Representaba el tiempo, otro día más de vida, otro día más sin salir en los avisos fúnebres ni en las páginas policiales.
Sabiendo de su mala puntería, apuntaba a las cosas frágiles, como plantas, jarrones, fuentes, asegurándose además que el diario caería siempre en el mismo lugar. Su padre decía que La Capital era cosa de hombres, y que la gran mayoría quería todo en la mano, que desconocía todo lo que pasaba en la casa, que el dicho "el cornudo es el último en enterarse, no contaba con una versión en femenino" y que por todo esto, el diario debía caer siempre en el mismo lugar.
Alguna vez había escuchado en el bar El Indio que todo hombre que llegara a los treinta con todo el cabello se aseguraba de no quedar pelado. Le dio la razón cuando cumplió treinta y tres y su cabellera negra estaba intacta, pero nada había dicho aquel parroquiano sobre la caída de los dientes, que contando con pocas piezas debía hacer malabares con su lengua y sus labios para tapar su desdentada boca.
Cuando estaba seguro de que estaba en la vida sólo para verla pasar, una sonrisa eclipsó su sol de media tarde. Pasaje Conde, vecina nueva, lo compraba para la madre, ella tenía tiempo sólo para estudiar, pagaba por mes. Aunque trató de ocultar su estado, sus distracciones lo denunciaron. El viejo Irineo se quejaba que le tiraba dos diarios por día. El doctor Fuentes se iba al consultorio sin poder leer las noticias antes. Tardanzas, quejas, errores, sin dudas estaba enamorado. Su amigo Macoco lo llevó a un peluquero nuevo, le cambió el vestuario y consiguió que un dentista amigo le hiciera una dentadura en quince días. Caminó el pasaje día y noche, como si fuese una peatonal. Se animó a hablarle, creyó que la hacía reír, se imaginó un final feliz.
El mes de octubre fue a cobrarle aquella mañana en que la realidad le abrió la puerta. La madre le comunicó que su hija se había recibido de odontóloga y había partido para España. Estuvo a punto de pelearse con su amigo ante la insistencia de que se volviera a colocar la prótesis, que dejara de comportarse como un chico. Pensó en golpearlo, pero eligió otro camino. Tomó el vaso de agua con los dientes adentro y mientras los arrojaba por la alcantarilla le gritó como para que entendiera: "No la pienso usar más, me entendés, no veo motivo alguno".
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