Jueves, 21 de febrero de 2013 | Hoy
Por Mariana Miranda
Ella estaba allí. Callada y fría como tantas otras veces, detrás de los cristales de hielo.
La contemplé un instante más como para cerciorarme de su novida, de su estado de gracia adyacente, más acá de los vivos y más allá de los muertos comunes.
Ella era Elisenda, tan rubia y tan mía en otras épocas de luces dulces y noches alocadas por la pasión como lo era de blanca y distante ahora, muda tras los cristales de su botiquín de vidrio, sarcófago de mi propia perdición.
La había conocido en abril, cuando la playa se deshabitaba de los veraneantes estrepitosos que adoraban amontonarse en multitudes anónimas; en esa época en que el horizonte del mar empezaba a rehabilitarse de los bañistas ingratos que dejaban tras de ellos un tendal de porquerías botadas, porque sí, al océano inmenso.
Ella estaba allí, como una princesa del agua recién estrenada en esta vida.
Tenía los ojos más azules que había visto jamás y era casi tan lánguida y transparente como el mismo cofre de hielo en el que dormitaba ahora.
"Mi nombre es Elisenda", me dijo al clavarme una mirada no más lánguida ni transparente que ella misma, casi tan translúcida como las aguas del mar.
Eso, en realidad, fue lo único que pude saber de ella.
Ella era Elisenda.
Alta, rubia, delgada y blanca, con el mar en los ojos y un hueco en el corazón y en la vida: no tenía pasado, ni presente, ni futuro, su historia era una incógnita abierta a todos aquellos que quisieran (o pudieran) interesarse en ella.
Mi debilidad por ella fue inmediata e inevitable: Elisenda se apoderó de mi vida como el oxígeno que me hacía falta para vivir.
No tenía razones para no amarla: ella era más que el sol y la vida unidos al mismo tiempo: era un ángel emergido del fondo del océano, tan misteriosa como las aguas azules y tan enigmática como los mismos unicornios que salen a cabalgar, en tropel, en la inmensidad del mar.
No tenía razones para no amarlo: él era tan dulce y bueno como no lo había sido nadie con ella hasta entonces y ella, un poco por gratitud, otro poco por benevolencia magnánima y ¿por qué no decirlo? quizá por lástima, terminó por aceptarlo, como se aceptan las inclemencias habituales del tiempo o las torpezas corrientes de los primeros amantes inexpertos.
Elisenda era un ángel, salido Dios sabe de dónde.
Tenía toda la mística clavada en la superficie de la piel y en el fondo del alma.
Y todos nos habíamos dado cuenta de eso.
Y ella fue el único ángel guardián que yo había tenido en mi vida.
Y estaba tan orgulloso de ella y ella de mí que repartimos nuestra dicha a los cuatro vientos y en todas las latitudes del Universo.
Pero yo no reparaba en algunas cualidades esotéricas de Elisenda.
Por ejemplo esa costumbre de los baños de inmersión durante dos horas, en los cuales se encerraba con llave en la sala del baño y durante los cuales era imposible sacarla de su estado de certera ensoñación y postración cierta.
O esa extraña costumbre de meterse sola en el mar, a cualquier hora y en cualquier época, con frío o calor, viento o lluvia, luz u oscuridad, pero siempre a los ojos de nadie, porque era imposible verla entrar o salir del mar, por más que intentara uno concentrarse al máximo en captar su sutil figura resplandeciente.
Ella era Elisenda.
Por más que a veces se iba de este mundo y no parecía ni ver ni oír lo que pasaba, y me miraba con esos ojos ciegos que eran tan abismales como la mar inmensa y en esos episodios de consustanciación consigo misma y con su mundo irreal no parecía existir para nadie más que para sus propios fantasmas enardecidos.
Elisenda tenía la piel tan suave y húmeda como las rosas blancas de mi jardín y en nuestro nido de amor ella sabía reinar como la más blanca de todas.
Pero yo no supe darme cuenta...
No supe ver en la piel húmeda y blanca, ni en sus ojos color de mar, ni en sus viajes clandestinos al fondo del océano inmenso, ni tampoco en su manía irreductible de alimentarse a pura ostra y algas, y de coleccionar caracoles e hipocampos y albergarlos a todos en su bañadera magnífica y hablarles como si ellos fueran verdaderas personas y bañarse con ellos diariamente durante varias horas por día.
No supe ver en Elisenda lo que todos, de una forma u otra habían sospechado...
Ella era para mí la única razón cierta de mi vida y no había razón para sospechar nada extraño.
Hasta que un día, el alboroto en la playa me extrañó, como había extrañado a todos.
Allí, frente a la multitud de curiosos, aún debatiéndose en la red de pesca, Elisenda me miraba, con la mirada más nítida que pude ver jamás en sus ojos, esta vez, color violeta.
Su larga cola tornasolada se debatía en los aletazos desesperados de cualquier pez que fuera sacado del agua y el rubor de sus mejillas me llegó al fondo del alma cuando vi sus senos redondos y blancos tratando de desaparecer pudorosamente bajo sus largos cabellos rubios.
Ella era Elisenda.
Debatiéndose hasta el fondo de su naturaleza de sirena, asediada por la multitud de pescadores asombrados y vagos expectantes que no sabían qué hacer con tanta hermosura.
Yo era el marido (o, al menos, hasta ese momento lo había sido): tenía el derecho.
Decidimos guardarla, para que no perdiera su dulce candor de hallazgo imaginario, en su hermosura absorta y muda, en un acuario de mar, junto a sus hipocampos y sus caracolas, más blanca y bella que lo que jamás la había visto, más feliz que lo que nunca había sido conmigo, hablando en el lenguaje de los peces con los peces mismos, con esa cola escamada que estallaba en mil colores, según los estados por los que atravesaba su corazón tierno.
Y la visitaba a diario, varias horas, absorto en su hermosura lánguida y esbelta tras las capas del agua, y ella, mal que mal, solía contestar a mis súplicas de hombre enamorado de destrozado corazón con alguna que otra mirada sincera, en la cual expresaba su irreductible decisión de conservar su naturaleza de pez, contra cualquier circunstancia, cualquiera.
Y ella estaba allí.
Callada y fría como tantas otras veces, detrás de los cristales de hielo.
La contemplo un instante más, como para cerciorarme de su novida, de su estado de gracia adyacente, más acá de los vivos y más allá de los muertos comunes.
Ella era Elisenda.
Tan rubia y tan mía en otras épocas de luces dulces y de noches alocadas por la pasión como lo es de blanca y distante ahora, muda tras los cristales de su botiquín de vidrio, sarcófago de mi propia perdición...
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