Jueves, 28 de febrero de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
Los Scozziero llegaron a la Colonia en la misma época que mi abuelo y arrendaron un campo pegado a la chacra de Luis Burki. Como ambas eran familias numerosas no me resultó extraño cuando mi padre me contó que los desafíos de fútbol eran de clan a clan y a veces se mezclaban los Galaretto, también vecinos en ese tiempo.
A algunos miembros de la familia Scozziero conocí y traté: especialmente los dos hermanos menores, a uno que apodaban Petiso y que era muy amigo de mi padre y el menor de todos, a quien conocimos como Fatiga, un recio zaguero de nuestro Club con el que compartí el equipo cuando él ya se retiraba. Era un grandote que metía miedo por la pinta, pero más bueno que el pan fresco, y creo que oficiaba de albañil hasta donde yo sé, porque se fue del pueblo y no volvió nunca.
Ellos se mudaron al pueblo con su mamá viuda, muy amiga de mi nona Laura. Y allá me llevaba ella porque se iba a visitar a su comadre doña Angela, quien me atosigaba de bizcochuelos dulces, mientras le daba razones de su ahijado que no era otro que el que llamaban Petiso, porque su nombre se me perdió para siempre. Fue solterón hasta que dejó de serlo pues se casó bastante grande y una de sus características que más recuerdo era su fanatismo por el color rojo de nuestra camiseta.
Allí también me encontré un día con un chico de mi edad, cuyos padres habían fallecido. El flamante huérfano fue criado por doña Angela y enseguida se ganó el mote de Niño Dios. Con él tuve con quien jugar cuando acompañaba en estas -para mí- aburridas visitas sociales de mi inefable abuela, quien en una época se hacía acompañar por mí. Ibamos a lugares donde yo me aburría siempre, pese a que primero me lo tomaba con entusiasmo. Estas incursiones turísticas con mi abuela incluían excursiones a los cementerios a llevar flores a los deudos. Y como ella tenía familiares en Firmat, Villada y Chabás, no era raro que nos tomáramos el tren y allá íbamos en esas actividades necrológicas, donde por suerte siempre me premiaba con algún helado, ya que en los puestos de todos los camposantos nunca faltaban los heladeros con sus carritos entoldados tirados por su caballito manso. Mi abuela reforzaba los premios al regreso, comprándome revistas de historietas en la casa La Primitiva de don José Bessone.
En ese tiempo el mundo se reducía a muy pocos lugares. La casa, la cortada donde jugábamos, la escuela y algún paseo a la chacra de algún pariente. Por eso, ante la inminencia de un viaje en tren me ponía en un grado de ansiedad notable y aún de alegría. Por supuesto nada comparable a nuestros viajes esporádicos a Rosario, para visitar a mi abuela materna, la también inefable nona Elisa, quien nunca aprendió a hablar la castilla, como ella repetía. Pese a que vivió sesenta y cinco años en este país que aprendió a amar como nadie.
Viajar en tren constituía en ese tiempo tal vez la concretada aventura más preciada que yo podría experimentar. Elegía siempre la ventanilla y aunque íbamos en segunda clase con sus incómodos asientos de madera, me encantaba ir con el oído atento al traqueteo y los golpes del convoy que ya me sabía de memoria. Mientras miraba el vuelo alto de los pájaros, las mariposas y los panaderos que entraban por las ventanillas abiertas en el verano y el campo que retrocedía con sus vacas, sus sembrados y sus molinos que echaban agua para las vacas "que dan la leche para los niños", según supo escribir don José Pedroni para siempre.
Lo cierto es que desde esa ventanilla todo era posible, desde la observación de aquella naturaleza exultante de vivos colores verdes hasta el sol que daba de pleno sobre las parvas que se llenaban de gorriones, de lechuzas avizorando ratones desde los postes, y estaban tan quietas que sólo sus grandes ojos vivían en aquella estampa no tan frecuente hoy pero que la memoria aviva y agiganta.
Al llegar a Firmat, después de haber pasado el puente de las vía donde nace el arroyo Saladillo, el paraje Las Plantitas y Cañada del Ucle, el tren paraba para cambiar de locomotora porque la dirección a Rosario era opuesta de las que veníamos. Después de un rato largo donde uno podía bajarse a comprar un helado el tren proseguía su marcha.
Luego vendrían los ruidos conocidos: el vendedor de sandwiches, el que pasaba con su gran bolso de gaseosas frías y el vendedor de diarios y revistas, y era donde siempre mi madre me compraba una de historietas.
Al atardecer, luego de más de cuatro horas y media nos íbamos aproximando a destino, no sin antes haber visto una blanca bandada de cigüeñas o de garzas atravesadas por el sol cayendo en el horizonte, donde todo era ocaso.
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