Viernes, 15 de marzo de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › EL BOTE
Por Beatriz Vignoli
A Iván y los caracoles de su jardín. A Fer.
Finisterre, se llamaba en el sueño el lugar donde empezaba la oscuridad. Finisterre, como el "último bondi a Finisterre" de los Redonditos de Ricota. Era el confín del mundo conocido.
Más allá había aquella tiniebla que parecía anterior a la fundación del universo, como si en un pedazo del espacio hubiera quedado mundo sin crear. No era campo toda esa negrura. No era sólo la franja inicial de campo donde las luces ya no llegaban. Aquel arrabal infernal era la nada, vacía de toda sustancia que pudiera oscurecerse.
Finisterre. Ahí tenía que ir. En medio de altas horas, con mucha noche detrás y muchísima delante aún, perdido entre interminables provisiones de nocturnidad, sin esperanza de alba alguna, tenía que marchar a Finisterre. "Mis piernas ya no creen en llegar a algún lado y se rebelan", había escrito Gustavo. Gustavo le contó una vez esa pesadilla recurrente de no poder volver a su casa, donde su esposa y sus hijos lo estaban esperando. Irazusta tiene otras. Tiene una, dice, donde está en un hotel extraño y se encuentra con unos turistas ingleses cuyos cuerpos son una mezcla de hombres y maniquíes. Anoche vio a uno que no tenía brazos y que viajaba con su hijo. El, en el sueño, se preguntaba cómo podía haberse reproducido sin brazos.
Tiene esta otra pesadilla donde es preciso ir a ese punto de horror sin nombre al que esta vez pudo nombrar. No se lo puso él al nombre, se lo puso ese otro que vive en su cabeza y que es quien sueña. En el penúltimo sueño de la serie, lo guiaba un perro negro, un perro lazarillo, de ojos color miel que eran entre animales y humanos. "Lo miré a los ojos, y me pareció ver una luz terrible en ellos. Una luz oscura, de otro mundo", dice. El sueño del perro era tan vívido que él cree haberse encontrado realmente con ese ser. En el último sueño de la serie, a Irazusta se le ocurre parar un bondi. El conductor le pregunta a dónde va. "A Finisterre", responde él. El conductor le pregunta si lo están esperando. El responde que sí, que en Finisterre hay una guarnición de compañeros esperándolo. Entonces el conductor le cobra el boleto y arranca. No hay máquina: los sueños de Irazusta retroceden varias décadas en el tiempo. No hay nadie más en el bondi. El camino a Finisterre es tan largo que en su transcurso el conductor se va transformando en distintos personajes. En un tiro se transforma en mujer gorda. Tiene dos trabajos, le cuenta. En el otro trabajo es enfermera. Pero su verdadera vocación es por el dibujo. En una gaveta del coche, el conductor tiene guardados montones de dibujos que Irazusta hizo hace años y de los que ya no se acordaba. Se los muestra. Son retratos y paisajes. Irazusta le pide copias. Ella se las niega. Al cabo de horas, el colectivo se detiene. La tiniebla que lo rodea es tan profunda como si en un pedazo del espacio hubiera quedado mundo sin crear. No es campo toda esa negrura. No es sólo la franja inicial de campo donde las luces ya no llegan. Aquel arrabal infernal es la nada misma, vacía de toda sustancia capaz de oscurecerse.
--Vos bajás acá -dice el conductor devenido en enfermera gorda.
Irazusta se angustia y se despierta.
Llegué a Irazusta por uno de esos azares novelescos que rigen permanentemente mi vida; una de esas casualidades que si las contás en una novela te dicen que no vale, que es inverosímil. No sé por qué sospecho que el perro de sus sueños es efectivamente el Perro, mi "no sé cómo denominarlo sin que él se enoje y se sienta presionado", o mejor dicho, el abogado de mi hermano que es o era también el abogado de un ex combatiente muerto, imputado de uxoricidio y detenido, hallado ahorcado en su celda con algo que sin lugar a dudas era la corbata del Perro. Una que yo le regalé. A mis manos había llegado por la viuda de Bianciotti, el suboficial hallado ahogado en su bañera.
Al Perro no volví a verlo. Desapareció, se esfumó, se extinguió. No atiende llamadas ni responde mensajes. A lo mejor se fue a vivir a Finisterre, donde termina el mundo. Pero antes de borrarse me dejó los datos de Irazusta. "Llamalo a este tipo. El sabe todo", dijo. Pienso retrospectivamente que de alguna manera aquella fue su despedida.
A la viuda del suboficial yo la conocía porque es artista plástica, o al menos intenta serlo con algún éxito; yo ya le hice varias notas. La hija de ambos también es artista, fue novia de mi hermano, y de ella tengo motivos para sospechar que participó en el secuestro y asesinato de mi padre. Pero esta es otra historia. Los que vienen a mí como fragmentos de un puzzle que no dejo de anudar en una corbata de seda crepuscular son estos otros: los posibles asesinos del suboficial Bianciotti, caso cerrado para la policía de Atopia ya que el comisario Brunelleschi, en su pragmatismo, ha acusado al ahorcado del crimen del ahogado. Todavía no se expidió el juez, que es lo que importa.
Y me tomo un café con Irazusta y él todo lo que hace es contarme sus sueños. Vive, o parece vivir, en un tiempo más lento que este otro que habitamos. No hay velocidad en ese tiempo de caracol. Es pura contemplación, es un tiempo de hijo en la falda de su madre. No sabría definirlo de otro modo. El mira pasar desde allí nuestra velocidad. Le dicen el Colo, pero no le queda nada del color de cabello de su apodo.
Atardece.
--¿Cerveza? --ofrece como quien tiene por delante toda la noche.
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