Lunes, 15 de abril de 2013 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
Deslizo la mirada sobre el borde del bolsillo del delantal bordado con mi nombre. Me detengo en cada letra, rozo mentalmente y con mis manos adultas su relieve, intento asirlas, amarrarlas en esa cursiva balbuceante que es la de las primeras grafías: Dahiana, así me llamo y me llaman. Vuelvo a detenerme en la sensación que me embargaba por empezar la escuela, y en el recuerdo de esa sensación. Recorro de un vistazo a esa niña que era. ¿Por qué reía? La mano aferrada a la de mi hermano. Primer día de clases de lxs dos: él comenzaba jardín, yo, preescolar. La sonrisa amplia, las piernas flacas vestidas con unas medias tres cuartos blancas y unas guillerminas marrones. El tiempo suspendido en un eterno presente, el de la foto. Vuelvo a mi nombre y aflora una pregunta, insistente y de respuestas siempre provisorias: ¿quién soy?, ¿quién era?
Durante el breve lapso del primer mes de vida me apodaron "Madame X". Gugleo esas palabras y me encuentro con la historia de una mujer que era famosa por su vida social agitada y sus notorias infidelidades en la París de fin del siglo XIX y que fue retratada por un pintor que no pudo resistir sus encantos y dicho sea de paso la posibilidad de ganar fama. Parece que el cuadro, y con ello la Madame y el pintor, no fueron bien recibidos por la sociedad francesa de la época, que se escandalizó ante la carnalidad de la obra y forzó al artista a preservar infructuosamente la identidad de la dama en cuestión dándole el misterioso mote de "Madame X". Sigo buscando y aparece una célebre película de la década del '60 que lleva ese nombre y en la que en la trama una mujer padece viajes, amores y costumbres pacatas que también la obligan a ocultar su identidad.
Regreso a la historia personal y me estimula pensar en esas equis, en sus posibles significados. Según relata mi madre parece que no había consenso entre ella y mi padre y yo andaba dependiente y sumisa por la vida con una "X" como toda identificación. Con el correr de los días y la insistencia preocupada de la parentela, mi madre se acordó de una compañera de la facultad extrajera llamada Diana, y a la que decían "Daian". Resultó ser que aquella Daian le vino a quitar la incógnita a mis días y le devolvió el sueño a más de unx, en especial a mis viejxs que a pesar de tomar con humor la falta de nombre, comenzaban a sentir sobre las nucas el peso de las miradas de desaprobación familiares. Así es que fui nombrada por segunda vez. Si en los primeros días de mi vida había lugar para la incertidumbre, para las posibilidades y para el juego, con el nombre vinieron las definiciones. Pero mi madre, siempre atenta a los detalles, eligió poner una hache en el medio de ese nombre, o casi en el medio, lo que constituye otro de sus detalles. Una hache. La letra muda, la que no se pronuncia, la que siempre hay que hacer visible en el discurso señalando su lugar en el mundo, la de los errores de ortografía, la que molesta, la que aparece como marca de lo no dicho, de lo que siempre se evade. Durante muchos años renegué de esa hache casi en el medio de mi nombre. Hoy la veo como un símbolo de resistencia a las clasificaciones y como una continuación del enigma. Después de todo, mi madre supo instalar la duda dentro de un nombre. Y yo, sólo intento dibujarlo, desde siempre. Con esos trazos de infancia hago una hache panzona, redondeada y temblorosa cada vez que ensayo el oficio de escribir. Escribo buscando las palabras que le den sentido a las palabras, a esas que me digo todos los días para seguir viviendo, a pesar de todo. Escribo para no abandonar el misterio de la niñez.
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