Jueves, 18 de abril de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
"Es igualmente una mañana fresca y limpia. El gordo Primo marcha a su lado. El bueno del gordo. Caminan con pasos resueltos, el gordo un poco detrás. Oreste lleva colgada una honda al cuello y el gordo con un rifle de aire comprimido y una bolsita con comídale gordo apura el paso para alcanzarlo. A veces está al lado y a veces es tan solo el recuerdo del gordo" .
Esto lo escribió Haroldo Conti en su libro En vida.
Con estas palabras bailando blandamente en mi cabeza me desperté o soñé con ellas porque la letra del gran Haroldo, de tanto repasarla a través de tantos años se ha incorporado a mi sangre, como quien dice.
Y no puedo olvidarme del Boga, ese solitario y abúlico pescador que trasiega el río como si fuera su propia víscera.
O el Oreste de Mascaró o éste, al que me referí más arriba. El que conecta con mi propia infancia porque nosotros también guardábamos los pedazos de pan que nos daba nuestra madre debajo de pulóver (al que el Haroldo llama tricota). Nosotros salíamos en banda a cazar por los campos con nuestras tramperas y nuestras gomeras matadoras de pájaros.
Y cuando pienso en esos tiempos vienen algunas preguntas que ya no tendrán respuestas, porque sólo yo me las formulo y a mí y no a otro ser de este mundo interesa.
¿Quiénes eran los dueños de esos vehículos que siempre pedía prestados mi padre?
Eran carros y sulkys con sus respectivos caballitos sufridos y mansos. Alguno era de don Manuel Gómez, que en el techo de su casa había puesto una altiva veleta, en rigor un gallito rojo que hacía pata ancha a los vientos sureros y ariscos. Algún otro, tal vez, de Andrés Míguez, por buen nombre conocido como El pelado, eximio futbolista del pueblo. Un verdadero docente de ese cuerpo esférico (como llamaban los periodistas, de entonces a la pelota de fútbol) tan humilde y necesaria.
¿Y los otros vehículos que recuerdo? Como aquel sulky que usábamos para ir al campo de tío Domingo, donde mis padres juntaban el maíz a mano, y en un atardecer en que cruzábamos el paso a nivel del Chino Bruno, el más alto por otra parte, mi padre vio un tren a lo lejos y apuró con el látigo al fiel caballito.
-Cruz diablo -exclamó mi madre mientras se persignaba.
¿Y de quién era ese otro que un oscuro atardecer como éste, de otoño, entró guiado por mi padre por el portoncito de entrada, tan bajo? Ese día mi padre desató el caballo y al estar yo arriba todavía, puso las varas contra el suelo, lo contrario que hacía siempre. Yo era muy pequeño para bajarme solo del sulky, y se me escapó un hermoso porrón panzudo de barro que había dejado a mi cuidado. Entonces me gritó.
--No le eches la culpa al chico -me defendió mi madre que pocas veces, por temor, intervenía antes un reto de mi padre.
El ruido de ese porrón al trizarse en el suelo me sigue persiguiendo por todos los años sucesivos. Ese porrón que yo admiraba en sus finas líneas, o que a mí me lo parecía. Fue tanta la devoción o la culpa que cuando cerró la casa Demaría siendo yo adulto compré varios. Uno regalé a mi madre. Otro a mi amiga Angélica Gorodischer y el otro lo tengo yo.
En fin, trato de suturar heridas, de salvar esa llaga viva que se incubó en esa matríz primitiva que al parecer se produce en la infancia y esa marca nos acompaña toda la vida.
A través de los años uno va fantaseando que puede corregir la plana de esa vida que va escribiendo para siempre y al final uno comprende que --como dice el personaje borgeano- el ser humano estuvo escribiendo las líneas de su mano. Tal vez una manera poética de asegurar que la vida no permite un borrador.
Entonces esos chicos, esas naditas -como las llama él-, el Haroldo, tiernamente, que trotan por esos caminos que serpentean en la llanura y paran para pescar desde la baranda de un puente, son la expresión más alta, más sublime y más idealizada, por qué no, de la entera libertad que tendrán en la vida.
Yo también con mis amigos de entonces y que lo son hoy, a Dios gracias, anduvimos trotando en las siestas en que esperábamos sorprender a un cuis ingenuo o indefenso para asestarle un hondazo. Cosa -en rigor de verdad- que casi nunca lográbamos porque sus pequeños pies iban rápidos levantando una nubecita de polvo y se metían en sus cuevas.
Pero nos quedaba el recurso de la pesca, o la caza de algún zorzal incauto que caía en las tramperas colgadas de los postes del alambrado donde una lechuza de ojos inmensos nos observaba con esa desconfianza que durante el día tienen todas las aves nocturnas.
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