CONTRATAPA
› Por Víctor Maini
Eran como el llano y la montaña, lo frío y lo caliente, el agua y el aceite. Su rivalidad parecía venir desde otros mundos, desde otro tiempo. Ponían el mismo énfasis para discutir sobre la ubicación del cartel de la mueblería Barzante, posible intencionalidad o negligencia de su inclinación, como por el origen de la raza humana. La cuestión de fondo era discutir. Ignacio sufría de un escepticismo precoz, mientras que Gabriel padecía de una sobredosis de catolicismo. Nadie se animaba a entrometerse cuando deliberaban, la disputa no sabía de terceros. Nunca se fueron a las manos, despreciaban los golpes bajos, sólo querían tener la razón argumentando sus posiciones. Generalmente el ganador era Nacho, mejor orador, con una retórica impecable, siempre se las ingeniaba para pasearlo por varios temas que el oponente desconocía por completo. El vencedor era único hijo varón entre cinco hermanos, decía saber todo sobre mujeres, capacidad de mimetismo, gestos, miradas, insinuaciones, excusas.
Extendía sus cátedras con un anexo aportado por su abuela quien le había enseñado el lenguaje de los abanicos, método muy usado en épocas en que la libertad de expresión estaba totalmente restringida para el sexo femenino. El modo con que tomaban el objeto, con la mano que lo hacían, si estaba abierto o cerrado, todo tenían un significado, pero el relator sostenía que en realidad las mujeres lo usaban como un biombo para tapar el gesto que las desnudaba frente a un hombre. Era un solo gesto, uno que no podían manejar, que afloraba desde lo más profundo de su ser, que abría un camino directo al lado oscuro de su corazón.
Aseguraba que el hombre podía jactarse de haber conquistado continentes enteros pero jamás a una mujer. Era ella quien lo hacía, aseguraba que en la sonrisa intervenía siempre el consentimiento, no así en la risa fingida y menos aún en la risotada. Lo que no declaraba era que esa señal fue la que esperó toda su vida de parte de Lidia, vecina y eterna compañera de juegos en su infancia. Invicto en invitar a bailar mujeres a distancia, con un leve movimiento de cabeza dominaba las pistas de baile de Unión y Progreso y Servando Bayo. Experto en el avistamiento de mujeres aconsejaba a terceros cual era la señorita que lo estaba mirando con ansias. Una noche de carnaval, le indicó a Gabriel la dama que sería su esposa y madre de sus tres hijos. A Ignacio le fue quedando chica la ropa, el barrio, la ciudad y la región. Se escapó del atraso, habitó el primer mundo, vivió un tiempo en Madrid y otro en el norte de Italia. Periódicamente le enviaba postales del Vaticano a su amigo, que coleccionaba pero que no leía por estar llenas de blasfemias. Siempre en las posdatas de las cartas enviadas a su madre pedía datos sobre su vecina, de quien sabía que trabajaba como cajera en el bar Bambi, lugar que conocía de memoria, por lo que no le costaba imaginarla en aquel sitio en las noches de insomnio. Para un fin de año recibió una carta bisagra, su madre que no era mujer de dar consejos en aquella oportunidad hizo una excepción, con palabras del cantautor Doménico Modugno le recordó que la distancia era como el viento, apagaba el fuego pequeño pero encendía aquellos grandes, que dejara de correr y le obedeciera a su corazón. Como al pasar, al pie del papel, le escribió que el "ángel" Gabriel se había separado para sorpresa de todos. Volvió en silencio, instaló su oficina en aquel bar, y esperó el momento justo para declararle su amor. Una mañana en que levantó la vista para pedir otro café pudo ver ese gesto único y soñado, su cara encendida desmentía lo incoloro de las pasiones. Fue testigo privilegiado de cómo una mirada empapada en alma se complotaba con una sonrisa secuaz para detener el tiempo. Agradeció estar presente ante semejante milagro de amor y a su vez maldijo por no ser el destinatario de aquel prodigio. El agraciado no era otro que su opuesto.
"Mirá quien está ahí, me hace reír a carcajadas todas las mañanas, tu amigo, ¿no sabías que había vuelto?", fueron las palabras de Lidia a modo de presentación. Después de hablar unos minutos, el repatriado pidió ir al baño. Tomó su celular, "Turca, llegó el momento que me pagues la que me debés". Volvió a la mesa, pidió comer como en el bar "Duomo" de Trento, tres platos, ensalada, pastas, carne, vino tinto y oliva, había que festejar el reencuentro.
Hablaron amigablemente, tal vez como nunca, dialogaron encendidamente hasta que una mujer exuberante de enormes ojos con un bebé en los brazos, se dirigió hacia la mesa gritando "conmigo no vas a jugar, mal hombre", para después golpear la cara de Gabriel con una cartera. Sabiendo que su amigo iba a demorar un tiempo en reaccionar, acompañó a la agresora hasta la puerta, pagó la adición a una camarera estupefacta y salió con su amigo hacia la calle. Después caminó con aire siniestro, con un rumbo marcado por sus contradicciones, esquivó su reflejo de las vidrieras, habló con su sombra. El cansancio lo llevó hasta su casa ya entrada la noche. Vio llorar su cara en el espejo del baño. Había una contracción en su rostro que no se iba, un gesto de espasmo, un rictus que no lo borraba ningún masaje. Apagó todas las luces, se acostó boca arriba y rezó para que desapareciera la marca, ese ademán que tanto le hacía acordar a la mueca que llevan tatuada aquellos hombres vencidos que intentan disimular en vano la experiencia de haber tocado fondo.
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