CONTRATAPA
› Por Beatriz Vignoli
Negro, el perro, en la verde luz del día, al sol de Barrio Tablada que brilla en este otoño con un fulgor como de foto sobreexpuesta, con esa deslumbrante luminosidad que es el recurso predilecto de los cineastas para indicar en un racconto la sensación de tiempos pasados y felices; esa estética como de película Súper 8, casera, de aficionados, esas que se siguen pasando en la memoria, o que tal vez inventamos, donde papá apunta la lente y vemos cómo del sol, invisible por lo blanco, parecen descender unos hexágonos; él filma para que el tiempo no se lleve este momento y sin embargo treinta años después vemos cómo la luz muerde las cosas, se las come, se devora el pelito de la nena en la hamaca, la luz borra la risa, la risa sigue sonando; quedan todos comidos por la luz, la luz caníbal, y todo es medio amarillo, o blanco, o verde, claro con un color que de tan claro no se sabe ni cuál es, hasta que salta de golpe ese naranja no se sabe de dónde, salta y termina de comerse todo como un tigre; hongos del tiempo, dicen, son hongos que se comen la película, literal, cruda en el celuloide.
Y nunca pasa así, en la vida real nada se destruye tan prolijamente.
Y el perro que me mira. Y me conoce.
Las películas de verdad, cuando se terminan quemando de verdad, se rompen.
No se ven.
Irazusta pega la gente que se rompe, él trabaja de eso. En su forma de distraerse con el perro, en la manera en que se ha puesto a hablarle al animal como ignorándome, leo un intento de darme a entender que no tiene nada más de valor para decirme, o que si lo tiene ya no me lo dirá. Hubo una ventana abierta de oportunidad (toda investigación la tiene) y esta acaba de cerrarse. (¿Pero esto es una investigación?). Y sin embargo Irazusta sigue hablando, vamos caminando junto con el perro hasta la parada del 107 y él me sigue contando, pero ya no da ningún dato que pueda servirme de pista para saber quién mató a Agustín Aguirre y al suboficial Bianciotti, sino que Irazusta se recuerda llorando en un charco interminable de sangre y gastando en una hora toda la compasión de que es capaz en una vida. Hay reservas de compasión, dice, y agrega que él a las suyas las quemó en una hora interminable, y después se olvidó. Se olvidó de quién era cuando todavía podía sentir lástima por alguien. Es más, ni siquiera se dio cuenta de que se había vuelto incapaz de sentir lástima por alguien. Que eso haya hecho de él un buen médico, o no, dice que no sabe. Dice que ahora entiende por qué después de los veinte no fue un tipo querible, cuando de adolescente era tan sensible y tierno. Gastó la compasión, quemó las reservas. Ya era un médico viejo al empezar, pero nadie se lo dijo. Fue ese al que evitaban. El creía que era por prejuicio. Pero los propios compañeros los evitaban, a él y a Aguirre, y eso que ellos dos se sentían bien, se veían bien, se creían que estaban los dos bien. No les pasaba nada. Nada les dolía, ningún aniversario de la derrota, nada. Estaban bien, los dos; estaban bien, pese a cierta tristeza, que de vez en cuando les agarraba cuando pensaban en Sosa, que no había vuelto.
Pero bueno, Aguirre se encerró, se volvió un encerrado, y él no siente más nada. Y ahora se recuerda. Se había olvidado de quién era, antes de estar en ese charco. Fue como una hemorragia, como si en vez de írsele la sangre se le fuera, con la sangre de los otros, el alma. No hay palabras ahí, en ese lugar. Es como un lugar antiguo. No sabe cuántos años le llevó darse cuenta de que no estaba para nadie, de que ya no se podía contar con él. Tampoco sabe cuántos años le llevó darse cuenta de que esa devastación tan blanca era la escultura que con él había tallado la guerra. Con cuánta prolijidad lo habían destruido. Volver ileso, mudo e insensible es volver como un reverso de los otros, los heridos, los muertos. Irazusta no puede parar ahora de contarme eso. A su alma la puede comparar con la anestesia, el frío de la camilla, las luces del quirófano, las cosas que hacen el trabajo de sus días, esos días que pasan a través de él que ya no es él, pero que igual funciona, como un clon, una carcasa vaciada cuyos más profundos contenidos hubieran quedado "allá". Dejo pasar un 107 porque me parecería una crueldad no seguir escuchándolo, dejarlo ahí solo en la parada con esa verdad de sí que ha descubierto: puede volver, ahora, a ese lugar. Puede volver a pie. Ha reunido, durante todos estos años, la solidez y la fuerza necesarias. Habla y el perro lo escucha con esos ojos humanos y yo le pregunto si dejan subir perros al 107 y él me responde que no.
Entonces decido volverme a casa caminando.
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