Martes, 28 de mayo de 2013 | Hoy
Yo le gané por puntos. Fue la última pelea, de las tres que perdió Monzón en su vida. Después perdió el boxeo y entonces la vida, que para él eran lo mismo. Pero eso vino después. Si ves la foto de la pelea, no sabes cuál es cuál. Los dos, igual de hambrientos; un poco más de veinte años cada uno, por eso. Pero él tenía los brazos más largos. De eso me di cuenta la vez siguiente que peleé con él, no esa noche en la que le gané. De la pelea no me acuerdo casi nada. Pero me preguntaron tantas veces que al final aprendí a contarla. No lo que pasó, sino lo que se me ocurre que pasó.
Yo soy un tipo común. Fue Monzón el que me metió en la historia de prepo. Para un tipo común la única historia que tiene es la que cuentan los hijos. Si la cuentan. La mía la escribieron arriba de Monzón. Yo soy un inventó de su gloria, porque después de perder conmigo no perdió nunca más. Si hubiera perdido alguna otra, a mí me olvidaban. Pero no. Por eso soy una rareza para turistas del boxeo. Me dicen Pirincho pero me llamo Alberto del Carmen. Soy el último que le ganó a Monzón, así me presentan. Pero de esa pelea no me acuerdo de nada.
Dicen que Monzón me veía parecido a su padre. Estuve a punto de noquearlo en el cuarto. Lo tenía de contragolpe y le afirmé un derechazo tremendo. Tambaleó y se fue contra las cuerdas. No pude doblarlo. ¿O fue él el que pegó? Me pasa que no sé bien cuál es cuál; si ves la foto te das cuenta.
Unos días después el Ñato Loyola me dijo que esa pelea había sido una lección de boxeo barrial. Monzón pegando y yo midiendo; contragolpe y aguante. El tenía los brazos más largos. Pero los golpes se caían. Ese manejo infernal de la distancia la tienen solo los grandes, me decía el Ñato. Yo estaba acostumbrado en fintear a diario, cena con salchichón y mate cocido. No te queda otra que hacerte el boludo como el perro bizco que tumbó la olla. Gané por puntos. Ese día, saqué a pasear el muestrario de cómo no dejarse pegar.
Ciencia pura: ocupar el ring, esquive y distancia para evitar el golpe decisivo.
Con Monzón éramos bichos del mismo lodo. Habíamos entrado en la misma camisa y en los mismos zapatos sábado de por medio. El en un gimnasio y yo en otro, peleas de poca monta; la provincia era un río y los dos un surubí buscando carnada fresca por todos los pueblos. Cada tanto nos cruzábamos y el negro no paraba de echarme la ponzoña que te va envenenando por dentro. ¿O era yo el que le hablaba? En la foto no sabés cuál es cuál, si él o yo. El día de la pelea el cagazo era tremendo, eso sí me lo acuerdo.
Tuve suerte, me le parecía al viejo. Cuando hacés sombra pensá
en tu viejo, me dijo una vez el ñato. La corrés y no llegás nunca. El padre es fondo y venganza; o vergüenza y humillación. Cuando el pibe crece los pone en la cuenta. Pero al Negro se le fue antes. No se le abrió el cielo ni siquiera por asalto; después se encontró tupido con la mueca del dolor ajeno, esa que viene de la mano victoriosa. Llegó a la cima, pero ni el Armani que le ganó a Benvenutti lo salvó de esos dedos como morcilla. No se dio cuenta de que seguíamos siendo títeres en la plaza. Tan boludos que nos preguntábamos si realmente Kempes existía.
Se quedó solo, la palabra en la boca y las manos atadas. A mí se me hace que anduvo buscando el instante fatal. Cuando se la pegó en la curva estaba volviendo a la cárcel. No quería volver, me dijo el Ñato; yo le dije que estaba apurado por volver. Es inevitable, cuando los roces empiezan a agriarse, un tercero es muleta y desempate.
Después de aquel día, vino a pelearme de nuevo y me ganó, pero eso no le importa a nadie. En la historia conmigo, el que está en la lista de los perdedores es él. Monzón tenía brazos largos y ambición de fiera. Pero yo soy el último que le ganó.
Ahora cargo más de setenta. Me paso las tardes viendo al changuito como apila centímetros. De la pelea, casi no me acuerdo nada.
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