Martes, 13 de junio de 2006 | Hoy
Por Fabricio Simeoni y Federico Tinivella
En la estación, donde me figuraba, unas horas atrás, nadie llegaría a recogerme, decidí incendiar una parte de mí, la del adusto introvertido que convive con los huecos del pasado para convidar al otro, al que habitaba partes más profundas pero de todas formas ahora significantes, ya que pugnaba por vomitarse por esos pasillos atestado de bolsos y braguetas ardientes.
No hay relojes que demarquen los pasos del viandante cuando éste desespera por llegar, por acomodarse en una butaca gastada y ahí dejado y sólo palpitar la inconsistencia se hace un deber.
No alcanzan las baratijas, ni las revistas de moda, cuando clavado el objetivo está en la retina del tiempo todo desaparece, se esfuma.
Pensé que la única forma de hacer ameno un viaje es cuando quien se sienta a tu lado es de tu agrado, gusta, a mi nadie me recogería en la estación, eso me figuraba horas atrás, pero a alguien sí, a una mujer tal vez, a una estudiante, ya que era viernes y ellas se embarcan a sus pueblos o ciudades cercanas.
Soñaba cuando estudiante, cuando todavía se me permitía soñar, noviar con una niña de un pueblo, estudiante sí, pero de pueblo, no con trenzas como Grecia, ni con manteles a cuadros, si con una mesa larga al sol de la primavera atestada de embutidos artesanales preparados por su madre, tal vez su abuelo, de manos amplias como la Pampa, de delicadas formas de mirar, como lo hiciera una vez en una visita al museo Nacional de Bellas Artes, detenerse, embuído en uno y el cuadro, detenerse, vibrar en el acompasado ritmo del transcurrir sin horarios, detenido, ante un Modigliani un Renoir o ante el guardia que quieto como un cuadro te observa, te genera la fantasía de correr hacia el cuadro, sacar tu trincheta de actividades prácticas y hacer mierda una obra de millones de dólares, salir en los diarios después dando explicaciones podría ser divertido.
Ciertas veces uno piensa estas situaciones, en un segundo podes tirar todo por la borda, meter tu mano fría en la entrepierna caliente de la que viaja a tu lado en un colectivo de mañana hacia el trabajo, romper vidrieras con botellas de porrón, ciertas personas al cometer estos actos con cierta premeditación y prudencia se convierten en inofensivos, como los corredores nudistas que invaden los campos de fútbol con insignias ecologistas, yo no me refiero a eso, sino a actitudes irracionales, que sin dañar a nadie podrían generar tamaño alboroto.
Ya que nadie me esperaba pensé en sacar otro boleto a ninguna parte, a donde alguien que me interesará estuviese haciendo la cola, salí a caminar entonces la estación buscando a esa mujer que me llevaría a ningún lado.
Y esos clips posmodernos sacudiendo las telas del viento.
La atmósfera ocasional de los escapes como una latita de Warhol enmudecida y vacua en otro cuadro o fuera de éste.
Nunca me gustaron esas papas fritas envueltas en los papeles recónditos de los micros, su efecto, toda su sal apelmazada en su flora intestinal, mi fauna de fauno. Nunca me gusto la espera, aunque sé de su conservación potencial enquistada en la carencia de encuentro.
En algún punto yo quería esperar, seguir esperando en la estación los restos imaginarios de la mano que me ubique en el asiento trasero, que sorprenda los intersticios de un cuerpo inerme como ubicuo en la no espera.
Ya que nadie me esperaba pensé en sacar todos los boletos a ninguna parte, a donde alguien que me interesara estuviese haciendo la cola, salí a caminar entonces la estación buscando ese lugar que me llevaría a ninguna mujer. Volví a Reconquista. En la estación, donde me figuraba, unas horas después, ningún lugar es para esta sangre, decidí apagar el incendio.
Esa parte de mí que había quemado, que había sometido a la combustión interna de las arterias. Y era como extinguir ciudades concurridas o viciadas por la inconcurrencia.
El olor emulado de la piel en las multitudes, la mesita de luz y las tetas que nunca olvido pueden indultarnos o mejorar los síntomas del paisaje que nadie ve, que nadie ha visto.
También había soñado con esos espacios profanos, la masa crepuscular de los puntos cardinales, el esqueleto hosco de un continente que nunca llega.
Las vanidades emplazadas de un fiordo, una estepa, un canal castigado por la mirada de las parejitas alucinadas por la luz del flash. Y uno se va dando cuenta que todos los lugares conducen siempre a ninguno, que cuando llegamos no hicimos más que habernos ido, que esa senda no tiene dirección ni sentido. Ya que nadie me esperaba pensé en despertarla. Las geografías y las mujeres son el sesgo más onírico de un niño que nunca viaja.
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