CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
A Fernando Clérici, i.m
Al hombre lo recuerdo con su atuendo de trabajador rural; bombachas, camisa de tela resistente, gruesas y de color verdoso, calzando alpargatas siempre y en la cabeza una boina pelusienta. Cuando se la quitaba para sentarse a comer, una calva brillaba en su cabeza perfecta.
Se había casado con una cuñada suya, viuda, que tenía dos hijas de su hermano, la cual era dueña o arrendaba una chacrita minúscula.
Como no les daba para vivir tenían que salir a juntar maíz cuando era la época y algunas otras tareas de las chacras vecinas, incluida en la de otro hermano donde de muy chico lo conocí.
Con esta mujer tuvo una hija, a quien bautizó María Eva, ya que su condición, su identidad, estaba marcada fuertemente por su peronismo visceral y auténtico.
Como carecía de casi todo, incluso de radio, un vecino suyo lo invitaba a oírla algunas noches aunque éste fuera radical, pero no alteraba esa condición los gestos de buena vecindad. Esta generosidad llegaba al extremo que debía compartir los discursos de Perón, a lo cuales el hombre calvo era muy afecto, como es obvio suponer. Esa bondad primaba por sobre las ideas políticas, algo, al parecer, muchas veces difícil de entender.
En esa chacra donde por primera vez lo vi por circunstancias ajenas a mi voluntad, ya que allí coincidían algunos matrimonios, entre ellos mis progenitores, me llamó la atención cierto aire juvenil y cómplice que tuvo del primer momento conmigo.
En aquellos tiempos, la gente mayor nos trataba casi como a objetos, así que cuando un mayor ponía su atención en nosotros nos sentíamos halagados y lo seguíamos con fidelidad cuasi canina.
Este hombre calvo, este hombre bueno no exento de inocencia tenía -según entendí con los años- dos pasiones excluyentes: su peronismo y la minuciosa atención que la provocaban los caballos. Me hablaba largamente de ellos. De sus pelajes, de su condiciones, de su alzada y de sus remos, de su cabeza, que los hacía nobles o no. Obvio que tanto amor debía tener una razón: también amaba las cuadreras que -es seguro- más de una vez lo habrían dejado sin un peso.
En las épocas de las juntadas de maíz se le había asignado la responsabilidad de preparar el fuego y encargarse del asado del mediodía, para lo cual abandonaba el rastrojo un buen rato antes que el sol cayera de plano, débil, porque era invierno, sobre la hilera de los sauces que fungían de acompañantes del camino que llegaba a la chacra desde un camino interior, conducto obligado hasta la tranquera hacia el camino real que conducía a nuestro pueblo hacia el oeste y en sentido contrario hacia otros. Yo era ayudante en esa tarea. Un buen rato antes, munido de un pequeño canasto acarreaba marlos desde la troja donde se almacenaban como excelente combustible para las cocinas económicas y en especial para los asados. Dicen los entendidos, entre los cuales cuento a mi padre, que le daba un gusto muy rico, muy especial a la carne.
Al clarear, cuando ya los juntadores y las juntadoras iban hacia el rastrojo que los esperaba con esas heladas pampas, con las chalas que cortaban las manos como navajas, con los yuyales que mojaban como un río, las traicioneras espinas del chamico, la sorpresa del tapiquí con su lluvia, la chinchilla que se mete en la carne. Yo sabía que todo eso los esperaba. Hacía allí también iban mis padres y por todos ellos yo sentía una gran pena.
Antes de enfilar hacia el trabajo, con un grupo de bolsas vacías sobre uno de los hombros, el hombre calvo a quien todo el mundo conocía como Nando me llamaba aparte y me recomendaba, como a un adulto.
-Compañerito, téngame listos los marlos.
-Si compañero Nando, respondía yo, un poco orgulloso de mi misión.
Cuando el sol estaba llegando bajo esa hilera de sauces nuevos yo ya tenía media docena de canastos volcados al lado de una carretilla dada vuelta.
Cerca de las casitas de los perros que estaban atados con una gran cadena, un ovejero alemán que respondía al nombre de Capitán y otro negro, inmenso con feroces ojos detrás de unas ojeras de pelo amarillo, cuya raza olvidé, pero se llamaba León, se ponía un largo tablón apoyados sobre unos arados en desuso, unas sillas alrededor y la sombra propicia de unos sauces muy viejos era todo el escenario donde almorzaría la gente que venía de la juntada.
Aunque yo estuviera distraído, jugando tal vez con los cuzcos que libremente corrían bajo los árboles, yo sabía que Nando se acercaba porque siempre andaba silbando y tenía una manera particular de hacerlo, algo identificatorio diríamos. También tenía una rara habilidad para encender el fuego y que no se por qué no se apagaba.
A veces faltaban marlos y me pedía "una corridita hasta la troja, vos que sos livianito", me pedía. Ponía la carne con la devoción y la justeza de un científico y cuando ya la sangre goteaba sobre las brasas, venía la pregunta o el pedido de rigor.
-Nando, habláme de caballos.
Y él, con un entusiasmo estudiado, metía una mano en el bolsillo de su bombacha bataraza, sacaba una tabaquera y papel para armar un cigarrillo. Lo hacía con mucha parsimonia, con el suspenso que él sabía --como buen narrador oral- dosificar y no sin antes echar una bocanada de humo en el aire brillante bajo el sol que caía en la llanura comenzaba su relato.
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