Miércoles, 18 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
Mire lo que son las cosas, jamás pensé trabajar tantos años para esta gente, entré por un tiempito nomás y ahora estoy a punto de jubilarme. Irónicamente salí de la cárcel por hacer pegatinas panfletarias y me enganché en esto de pegar carteles publicitaros. Todo lo que sea propaganda a favor del sistema, nunca estuvo prohibido. Eramos pocos al principio, trabajábamos con dos triciclos y dos bicicletas, había pocos dispositivos. Ahora son una plaga. Los carteles son para el ciudadano como los almanaques de mujeres desnudas para los mecánicos, infaltables. Soy el único de aquella camada que sigue trabajando en la calle, y allí moriré. Tiene sus ventajas, entrenamiento invisible que le dicen, vio... Tengo el físico de un pibe de cuarenta y nunca sufrí del stress laboral, siempre mantuve la cabeza fresca, salvo cuando comanda el corazón. Me llaman "el viejo" y me cargan porque siempre canto tangos mientras trabajo, pero no hay asado en que no me pidan que entone "Afiches", de Homero Expósito. Sólo me llamo a silencio cuando me toca pegar una imagen de alguna modelo que me la recuerde. Muy pocas veces me pasa, mire que casi todos los carteles traen a una mujer riéndose, pero no sé, de vez en cuando desenrollo una cartelera y me parece verla. Me limito a pasar el cepillo con engrudo despacio por su rostro como si estuviera acariciándola. Todavía soy el más rápido, soy el mejor. Me lo enseñó un gordito simpático que venía desde la capital para adoctrinarnos. Alguien lo había bautizado "tortuga ninja" al porteño especialista en marketing. Es notable como el odio sirve también para fijar conceptos. Hablaba precipitadamente, nombraba a Rockefeler como a un dios, decía que todos estábamos dentro del mismo barco, aunque no especificaba en que clase viajaba cada uno, que debíamos trabajar rápido y bien, que se podía siempre y cuando nos complementáramos como los engranajes de una maquinaria, de la gran máquina de la publicidad. Decía que teníamos catorce días para robarle la voluntad a la gente, el tiempo que duraban estos papeles pintados en la vía pública. Con imágenes de gente feliz y verbos en imperativo teníamos que buscar lugares estratégicos para lograr que el consumidor comprara la marca de mayonesa que nosotros le imponíamos, pero sin saberlo. Para terminar, confesó que estaba muy contento de trabajar en Rosario porque era el único barrio de Buenos Aires al que se podía llegar en avión y volver a su casa en el mismo día, sin necesidad de pernoctar. Tuve que morderme para no pegarle. Como siempre pensé en ella para serenarme, la imaginé en su mundo, entre telas, pinceles y ese olor a pintura que todavía me despierta por las noches. Mi casa parecía un taller, apenas si se podía caminar entre tantos cuadros. La empresa crecía con fuerza, me ofrecieron el puesto de encargado, pero lo rechacé por no querer mandar y menos con órdenes de otros, además nunca fue bueno sentirse patrón siendo peón. También pidieron mis servicios en la oficina, pero me abstuve por miedo a morirme de tristeza. Discutimos mucho por este motivo con mi compañera, me trató de cobarde por temerle al progreso. Fue para épocas de elecciones, no me acuerdo cuales, en todas tenemos que trabajar el doble porque pegan las fotos de los candidatos sobre las gigantografías. Sólo recuerdo que volví tardísimo a casa, no había dejado nada, se había llevado todo, excepto un dibujo en el reverso de un afiche de Coca Cola, los dos acostados sobre el caparazón de una tortuga gigante de esas que soñamos visitar alguna vez en la isla de Pascuas, junto a su última obra dejó una nota: "abandono el barco de los sueños, necesito pisar tierra firme". Pensé en amasijarme, pero me vine para este boliche para ahogar las penas, otra forma de matarse, vio... Me apoyé contra aquel estaño, todavía estaba don Di Maso como bufetero. Nunca supe si ese viejo hablaba en serio o en broma, pero más allá de las pavadas que decía, su tono, su fraseo, me remitían a voces que en la infancia me hicieron poner la piel de pollo. Aquella noche me dijo: "Mirá morocho, si existieron minas que dejaron plantado a Gardel, mirá si no te van a dejar a vos. La mujer es una animal muy versátil, difícil de saber qué es lo que quiere realmente. Hace tiempo me declaré incompetente en el tema, por ahora sólo me dedico a la cría de canarios". Los días que tengo franco, cuelgo el recuerdo plastificado en la pared, me demuestro que hay papeles pintados que duran mucho más que catorce días, viajo a Buenos Aires sin tomar ningún avión, pernocto con ella sobre un caparazón de tortuga con la cara de Donatello para después abandonarme en este bodegón. A estas horas generalmente está vacío el club de perdedores solitarios, fue una grata sorpresa encontrarme con usted. Bueno yo ya le conté mi historia, ahora me gustaría mucho conocer la suya. Dele, metale, lo escucho...
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