Martes, 24 de septiembre de 2013 | Hoy
Por Javier Núñez
Arrastrar valijas una noche es, también, --entre tantas, tantas cosas-- el dolor que por un tiempo sobrevendrá puntual a las seis de la tarde cuando te preguntes y ahora qué. Cuando pasen los días y todavía parezca que estás de viaje hacia ningún lugar. Cuando las valijas sin desarmar te recuerden cada noche que estás de paso, que estás en tránsito, que vuelvas donde vuelvas al caer la tarde será una dirección que no vas a consignar cuando hagas un trámite o firmes algún formulario. Que vas a seguir dando las señas de un lugar en el que ya no te pueden encontrar. Que la vida, en estos días, se transformó en un mientras tanto y que no tenés ni puta idea de cuánto puede durar.
Después de andar como nómada una semana, durmiendo acá y allá, vas a parar a una casa con tres gatos huidizos y una perra inquieta. La perra es cachorrita, sin un concepto claro de qué se puede morder y qué no: salta sobre tus pantalones, se cruza entre tus pies, ataca las bolsas que cargás y los cordones de tus zapatos y a veces llora desde el patio cuando hay movimiento en la cocina. Los gatos, en cambio, te miran con desconfianza y huyen por los rincones. Te recuerdan que a ellos nadie les preguntó. Que a ellos nadie les avisó que tendrían que aprender a compartir con vos algunos espacios.
Pero te acomodás como podés. Memorizás la ubicación de los interruptores, lo que hay detrás de cada puerta y los trucos de la ducha: "Primero abrí el agua caliente: como no sale nada, abrís también la canilla del lavatorio --te explican--. Pero te tenés que alejar porque de golpe la canilla escupe un chorro fuerte y empieza a salpicar. ¿Ves? Cuando escupe así con fuerza dos veces, la podés cerrar y empieza a salir de la ducha. Ojo: el agua ahora sale hirviendo. Entonces la regulás hasta que el chorro pierde intensidad y cae como con curva, abrís un poco la fría para encontrar la temperatura justa, y voilà".
Hay un inodoro que pierde y nunca se carga el depósito: conviene usar el otro. Una escalera que hay que bajar con atención para no darte la cabeza contra el techo. Una habitación con dos colchones encimados, tirados en el piso, que se hunden bajo tu peso --la sensación de caída te despierta cada madrugada cuando el colchón, de golpe, parece oblicuo: dormir boca abajo se hace imposible y tenés que adaptarte, también, a nuevas posiciones--. Tres camisas planchadas que cuelgan del caño de una cortina. Una pared atestada de fotos. Un cartel de la película Trainspotting y un dibujo de El Joker que lleva tu firma: la sonrisa perversa de payaso es lo último que ves antes de dejarte caer en el colchón. Un acrílico que replica el mural de Joe Strummer pintado sobre una pared del East Village de New York, que alguna vez hiciste a pedido, descansa en un rincón. Un libro de VilaMatas en el piso, a medio leer, que hoy no tenés ganas de agarrar. Un sillón de caña sobre el que se acumulan camisas usadas. Las dos valijas que abandonaste, sin ganas de desarmarlas todavía. Y un escritorio desnudo en el que pensás que alguna noche te sentarás a escribir pero no ahora, no hoy, no todavía; porque escribir es siempre asomarse a un abismo y últimamente te falta el coraje o te puede el vértigo.
Te fijás en los detalles de esos lugares que ocuparás por algún tiempo. Te esforzás en concentrarte en las cuestiones pragmáticas y creés que eso te mantiene a salvo. Armás mapas mentales de espacios ajenos: el camino hacia el baño en la oscuridad, el lugar del tacho de basura, el sitio donde se guarda el mate, la puerta en la que podés encontrar los vasos.
Hacés mínimos inventarios para no volver siempre al otro, al de siempre, al de todas las cosas muertas.
Después te tumbás en el colchón y marcás ese número que todavía anotás en los cupones de la tarjeta de crédito esperando escuchar unas voces que se alegren y te alegren a pesar de todo.
Creés que así, dormir será más fácil.
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