Jueves, 10 de octubre de 2013 | Hoy
Por Jorge Isaías
Jorge Teillier, poeta lárico chileno escribe un poema a su padre, ya famoso, donde dice que era "honrado como una manta de Castilla" y que tuvo "una esperanza hermosa como ciruelos florecidos para siempre a orillas del camino".
Jorge Teillier hizo célebre esa su particularidad de poeta lárico y agrega a su Retrato de mi padre, militante comunista que iba a "hablar de la Revolución y el paraíso sobre la tierra en pueblos que parecen guijarros o perdices echadas (...) cuando al partido sólo entraban los héroes".
Es un bello, un entrañable poema, como esos que uno recuerda de un gran poeta y lo acompañan grandes tramos de su vida. A veces, con Jorge Boccanera hemos hablado de él.
Todavía me sigue gustando tanto esa metáfora bellísima "como guijarros o perdices echadas".
Ignoro cómo serán las perdices que crecieron en tierras tal vez resecas tras la cordillera. Pero yo conocí éstas que poblaron otro tiempo en estas llanuras nuestras, tan verdes.
De chicos las rastreábamos por los campos, infatigablemente con algún perro que las apuntara convenientemente, nosotros provistos de gomeras con proyectiles de hierro recortado o duras piedras recogidas a las orillas de un callejón perdido que sólo los cuises presurosos cruzaban.
Me apresuro a escribir que con métodos tan precarios nunca cazamos ninguna. Ya porque oíamos ese silbido penetrante a pocos metros, imprevistamente y levantaba ese vuelo corto que iba repitiendo, repitiendo hasta que cada vez se alejaba más y más, incluso más rápido que el ladrido tonto de ese perro al que uno de los nuestros, de nuestra barrita cercana traía como un gran perdicero. No recuerdo, por más esfuerzo que haga quién de los nuestros traía semejante perro que con su ineficacia contribuyó al olvido. Era un perro negro, torpe y sobre todo muy nervioso y ladrador. Es decir, un espantador típico de perdices.
No quiero abonar estos recuerdos con alguna razón ideal, pero presumo que en ese tiempo alto y sin productos químicos con que hoy riegan los campos no debe ser una construcción de mi recuerdo niño esta explosión de silbidos con que las perdices tontas llenaron y alentaron esa pasión de la caza primitiva pero ineficaz. Una cosa muy distinta era cuando acompañábamos a los mayores con sus temibles escopetas, a veces con perros que sí sabían hacer su trabajo, como en nuestro caso en que no recuerdo haber tenido nunca un perdicero o un galgo corredor de liebres. Sólo aquella mascota, ese cuzco petisón y blanco que se defendía muy bien en estas tareas pero sólo a condición de que se lo considerara como lo que era: un entusiasta y vulgar amateur. Aquellas auténticas cacerías que improvisaban mis tíos con mi padre traían a la mesa familiar carne blanca y rica, que no tenía el gusto salvaje de los patos o las liebres. Perdiz que no iba al horno terminaba en escabeche, tal la eficaz amorosidad de mi madre, quien de todas escasez hacía virtud. No puedo pensar aquel tiempo de cielos abiertos sino como lo que me sigue pareciendo en la memoria que los años han hecho más difusa: una gran alegría de parte de los más chicos cuando éramos autorizados de la excursión, siempre recomendados a guardar silencio para no espantar las piezas tan preciosas que se perseguían con tanta dedicación. No era raro que volviéramos con nuestros bolsitos cargados de carne blanca e inocente.
Las perdices eran tan numerosas en aquel tiempo alto y hermoso donde aún no existían las órdenes, salvo las que querían inculcar en nosotros alguna enseñanza o disciplina, que moraban incluso en la tierra arada. Ni hablar de los yuyales altos, allí donde alguna hacienda oronda pastaba rumiando echada o cansinamente desplazando sus grandes moles de carne pachorrienta.
A veces, en estos recuerdos, me sigue una llovizna cuando el "viento traía un olor a terneros mojados".
Cuando el sol era digno, el recuerdo se trueca en la imagen de un caballo solitario con un pájaro en el anca o un toro con su lomo poblado de tordos picoteando su duro cuero en busca de esos gusanitos que eran su evidente manjar.
Y cuando el cielo se abría lo cruzaban las cigüeñas y las garzas, que irían hacia aquellos cañadones lejanos donde era raro que las perdices se acercaran. Allí, como es obvio, la población más numerosa estaba integrada por aves acuáticas. Es decir patos sobre todo (crestones, siriríes, picazos, zambullidores), bandurrias, chorlitos, y los avizores biguás que se pasaban horas sobre un poste hasta descubrir bajo el barro el momento silencioso y sutil de un caracol, que no escapaba a su oído sagaz y caían sobre él.
Casi el mismo oído que tengo para recordar este bello fragmento del poema de Jorge Teillier "Que sus días lleguen a ser tranquilos/como una laguna cuando no hay no viento,/ y se pueda reunir con sus amigos/ de cuyas bromas se ríe como nadie,/ a jugar tejo y comer asado al palo/en el silencio interminable de los campos".
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