Miércoles, 16 de octubre de 2013 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Me siento. Llegamos acá porque no había donde ir: no es que haga frío, lo que sobra es silencio, entonces, ella, creo que sin preguntarme, elije poner algo de Mahler. Antes compartimos unos tacos, o burritos. Y un par de cervezas: la noche discurre con esa oscura oquedad de los momentos parcos. Me pregunto por qué no hay paredes con cuadros. No es siempre para mí no.
También me acuerdo, cuando bailamos, que otras veces, pocas, escasas, exiguas, incompletas, raras, he bailado. Sin entusiasmo me abalanzo sobre ella, le acaricio alguna parte del cuerpo que me parece mejor que otra, me asomo, como por encanto, en un beso casi apasionado. No es no, es no y es no, yo lo sé. No me pregunto más: escucho que, "no".
Me siento. Creo que hay un televisor. Durante mucho tiempo no tuve televisor y cuando que es casi siempre alguien hacia un comentario sobre la televisión a mí me daba vergüenza ignorar lo que se hablara.
Con una manta de color oscuro ella se tapa. Quizás a causa de lo oscuro, tal vez por lo tapado, termino pensando si no hubiera sido mejor andar por otros rumbos.
Mahler: había coros en algo que escuché de Mahler en un día muy particular. Pienso en el destino, me quiero dejar engañar con un espejismo, pero no consigo convencerme de que es la misma melodía de mi día particular y además, como pasó tanto tiempo desde la vez que escuché a Mahler en un día importante para mí, no me queda la menor emoción, salvo la idea de que estaba asustado, contento, excitado, y quería hacer toda mi vida en ese único día.
Mahler pasa, con una gran afección. No sé si hablamos, me siento más extraño que si hubiera ido a un día de campo en Uzbekistán.
Después la veo con un piyamita. Antes a mí me ha dado pudor, porque sé que en general no duermo más que un rato, que el rato que duermo ronco, sollozo y pongo a ulular fantasmas, pero ella me ha invitado, como a una amiga de doce años, a dormir.
Pienso que esto no está pasando, que se trata de algo que yo estoy imaginando de puro perverso y nada más, pero no: ahí estoy, en la cama suya de ella, a su lado, con toda mi desbocada humanidad, sin piyamita.
Un día entre los días le dije a Julio Cortázar que estaba sentado en una mesa con otra persona comiendo un croque monsieur con cuchillo y tenedor: "Maestro, ando yo por París buscando sus personajes".
Pero esta noche no estoy en París: no hay cuadros, no está don Julio. Hay sí, un ropero de madera, un espejo, unas cajas, tal vez haya unas sillas, y en la penumbra se ven unas telas. Necesito dormir, es tarde, es de madrugada, no estoy solo, si llegué hasta acá será porque confío. Elijo entregarme a los brazos de Morfeo aún permitiéndome liberar los fantasmas ululantes y roncadores que probablemente turbarán el sueño de ella.
"No se aflija hijo contestó don Julio cuando yo ando por Buenos Aires hago lo mismo con los personajes de Arlt".
Hay, en el cuarto contiguo, a un lado de la computadora, unos libros ilegibles en varios idiomas que me son extraños y algunos en cristiano. Hay dos libros allí que no he leído. Es me digo en un rapto de entusiasmo una ocasión para juntar material para un lindo cuento, pero a poco el sueño vuelve y yo me duermo dulcemente sabiendo que tal vez solo por hoy alguien velará mi sueño.
Mi sueño dura poco, es ella quien me despierta. "Quiero", dice. Como estoy entredormido y laxo, me acerco a ella y huelo de su piel un aroma suave e incandescente y entonces lucho contra el material elástico del piyamita: no es que no tenga soutien, es que tampoco le encuentro nada más. Sin pensar demasiado, sin registrar mucho, sin entrever nada voy, como por pura costumbre, descubriendo su cuerpo fibroso y grato. De estar más despierto me sorprendería de mi propio entusiasmo; dormido, me entrego a un fluir sospechoso que parece incluirme sólo a mí -que ya he olvidado a manos de Morfeo el primer no- y a ella suavemente dedicada quizás a permitir, quizás a sentir, quizás a entregarse a una ensoñación que en la oscuridad de la noche no permite discernir exactamente nombres, lugares ni fechas. Nos disfrutamos.
La charla después es trivial. Qué tema, dirá ella en algún momento, para después del amor, pensaré yo, pero no es eso el eco que encontraré en sus palabras. Al otro día, un desayuno, frugal, con toques, tintes exóticos. Me falta la ilusión, pensaré, me falta el amargor del pomelo, la grata sensación de descubrir la mañana, las ganas de tocar algo alegre y liviano, la música que suena en mí después de las sagradas obligaciones del amor, la esperanza del inicio, algo de todo esto o todo esto me falta. Y sin embargo sigo ahí, como esperando un gesto, una palabra, una señal desde ese otro mundo imposible que ahí se abre, entre Mahler, el tango, los simuladores navales, esa especie de libros ilegibles que pueblan la biblioteca: qué es o qué misterio pretendo develar si ya he visto todo lo que había para ver.
El viento de la mañana refresca al mismo invierno, pero no hay cuadros por ninguna parte y el cielo está medio nublado.
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