Lunes, 10 de octubre de 2005 | Hoy
Por Sonia Catela
Si el General pudo embalsamar a la difunta porque la amaba, ¿qué me impide a mí hacer lo mismo con Esteban? No la ley. Pero en la Facultad de medicina me opusieron dilaciones y desahucios. Alguien se desentendió remitiéndome a las páginas amarillas de la guía telefónica -"¿por qué no busca en Taxidermistas?"- socarronamente. Los minutos corrían. En la sección "Veterinarios" encontré tres ofertas, unánimemente referidas a mascotas. Daban las cuatro de la tarde; apremiaba el medio día pasado desde que Esteban me tomara la mano y musitase "éste es el final".
Los doctores en animales Lumen y Ricartes rechazaron la comisión en tono rajante. Con el último de la lista decidí esquivar toda franqueza. En el consultorio de Rosas se alineaban melodramáticos halcones en posición de ataque, gatitos amorosos, víboras siniestras. Me atendió bastante rápido: -¿Qué animal se propone embalsamar? indagó. -Un mamífero-. -¿Tamaño? -90 kilos. -Un pony. –Exactamente-. El preparó sus herramientas, las metió en un par de valijas y tomamos un taxi. Cada cinco cuadras, Rosas sacaba un frasquito de su maletín y lo deslizaba bajo su nariz. Le franqueé el paso de casa, le ofrecí un café, un licorcito, un sandwich, hasta que no tuve más remedio que presentarle el cadáver de Esteban: mi marido. Rosas se contuvo y no terminó el "mucho gusto", retiró la mano del aire y devanó una soga de silencio. Sacó el frasquito (-éter-, dijo), y aspiró. Quizá lo atrajo la posibilidad de la fama, la obtención de una clientela excéntrica, o simplemente, la cosecha de una anécdota. Como fuera, se avino a examinar a Esteban. Desde el aspecto técnico, se apesadumbró: -qué obeso...-. Esteban había engordado bajo el paraguas de los fasts foods; repudiaba mis comidas hogareñas. -¿Y por qué quiere embalsamarlo?- me interrogó el profesional al fin, escalpelo en mano, dudando. -Por qué no-, contesté, si el General lo hizo, y la ley no lo prohíbe...
Urgía el tiempo, la corrupción de la carne del difunto, el que de polvo seamos... -De acuerdo- aceptó Rosas. Me pidió que saliera, que su fórmula era secreta y secreta debía quedar. Me negué; colaboraría en el operativo. Ojos clavados en mis pechos Rosas cabeceó un asentimiento. Hundió el bisturí. Esteban habría de acompañarme, de ahora en más, a la hora del té, del almuerzo, los domingos con o sin fútbol, las horas en blanco, silencioso ante mis lecturas (que no soportaba), o frente a mis películas alemanas (que despreciaba). -Debe amarlo mucho-, constató Rosas. Le había abierto la yugular a Esteban y se disponía a introducirle un líquido. Lo convidé con otro licor, él lo apuró y volvió a oler su frasquito. Una mujer enamorada de su marido no necesita coartadas. Preferí no confesarle al veterinario que aborrezco a Esteban.
Luego de cortarle al cuerpo piel y músculo cutáneo, disecarle los nervios del cuello, aislarle la carótida, pasarle el hilo de seda, ligar el vaso, cortar los muslos, atar las arterias, meterle cánulas, inyectarle formol, esperar a que pasaran cuatro litros y empezara a salir líquido por la nariz de Esteban, punzarle la yugular y hacer brotar la sangre negra, suturar, luego de tomarme de la muñeca, auscultar mi pulso, ¿está usted bien?, luego de tapar el orificio anal y bucal de Esteban con algodón empapado en la misma combinación química, y meterle el conservante en las cavidades -aflójese la blusa, señora, desabotónese así respira mejor-, -podés tutearme-, luego de la toilete facial, de sumergir al cuerpo en una solución que le formará a Esteban una finísima capa plástica en cada milímetro de la piel, y de ponerle parafina líquida en los globos oculares, nos abrazamos jubilosamente Rosas y yo. -Buen trabajo, doctor- lo felicito. -Habrá que observar la evolución y corregir –acepta con modestia.
Ya lo tenemos a Esteban cómodamente instalado en el extremo izquierdo del sofá del dormitorio, yo ocupando el centro y Rosas el ángulo derecho; lo invito a cenar; Mario se queda, brindaremos por el éxito de la empresa, le digo que se ponga cómodo, que se dé un baño, que si le da prejuicios usar la bata de Esteban, que no, que ¿puede abrir este Cabernet Sauvignon? yo carezco de maña para descorchar la botella, ¿lo hacía su marido? no, nunca comía en casa, pero qué bien cocina usted, Lina, ¿su marido se perdía esta gastronomía?, sí, se la perdía, ¿y quién lee esos libros? Tiendo el mantel en la mesa del dormitorio, frente a Esteban, a quien le acaricio de tanto en tanto el dedo al que le he devuelto nuestra alianza, archivada por décadas en un cajón de la mesa de luz; en este recinto se halla el mejor ventanal de la casa y aquí comemos Rosas y yo, comentamos autores, me retiene la mano cada vez que le lleno la copa, se demora en el nacimiento de mi escote, sentados los tres en el sofá, Esteban frente a un plato simbólico, obviamente vacío. Rosas descorcha la segunda botella, un Chardonnay frapé. Que Mario se quede toda la noche es por mutuo acuerdo. Que se desnude y entre en mi lecho, también. Que siete días después se mude a mi departamento, mucho más amplio que el de él, lo acordamos con entusiasmo. Nos entregamos a una pasión sin horarios, a una dieta exclusivamente carnívora, dentro de una placentera convivencia de tres. Pero no preví ni puedo manejar los morbosos celos de Rosas. ¿Cómo puede inspirárselos Esteban? ¿Cómo pueden impulsarlo a cortarle una falange, o a pintarle la boca, escribirle "gordo" en la frente con lápiz labial? Podría revelarle que detesto a mi ex esposo, pero callo. Esteban es cosa mía, -verdad de alcance literal-. Hoy sábado, Rosas encuentra un sosiego transitorio. A un precio bastante doloroso, infiero. Se mutila su anular y se lo coloca a Esteban, acoplándose el del embalsamado. Se amputa sólo para que acaricie el dedo de mi actual amor cuando toco la alianza en mi ex marido. Y me prohíbe, al entregarnos a gozos voluptuosos, que roce siquiera el gordo apéndice que sobresale graciosamente en su afilada mano y que solía pertenecer a mi ex.
Pero se trata de un sosiego fugaz, como lo indican sus febriles entradas y salidas del dormitorio, sus murmuraciones y su exclamación "hecho está". Entro con recelo a la alcoba. Aparentemente, no hay nada fuera de lugar. Me acerco a Esteban. Noto un vacío por debajo de su cinturón. Palpo el vacío de esta castración tardía e inútil. Le meneo el índice a Mario, reconviniéndolo; él me abraza, apasionado. Pero las miradas que le dirige al embalsamado por encima de mi hombro, ora triunfantes ora amenazantes, indican que las cuentas entre Mario y su rival de cuerpo presente se hallan lejos de haberse saldado.
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