Sábado, 18 de enero de 2014 | Hoy
Por Miriam Cairo
Es el crepúsculo de la tarde.
Con los diez dedos. Con los dos ojos. Con un mentón quebrado en su base desde el nacimiento. Con los dos brazos extendidos. Con la cintura a tiempo. Con el corazón a pulso. Con los pensamientos en los astros y en las hendijas. Con los hombros tensos. Con las piernas cruzadas hacia la izquierda, luego hacia la derecha, luego otra vez hacia la izquierda. Todo el cuerpo trabaja.
Al tiempo que una palabra se desboca, con incrustes de strass o lentejuela, viene otra palabra a rayar el trasluz y encaminar la película o el texto.
Anteriormente, y por un método similar o igual, buscaba las diferencias entre la palabra trabajo y el trabajo de la palabra, con la misma naturalidad con la que los arroyos corren desde las colinas, pero no era así de sencillo, porque las palabras circulan horizontalmente, de izquierda a derecha, los arroyos bajan en pendiente y las ideas suben.
Es el acto de escribir.
El trabajo no sólo involucra el cuerpo sino que compromete otros órganos sin peso. Alguien podría decir el alma. Trabajar con el alma no es trabajar menos.
Es algo que ocurre siempre.
De tanto en tanto, la mano derecha se distancia de la izquierda para tomar la taza de café, llevarla a la boca, y luego devolverla a su sitio.
Es una danza.
Con regularidad coreográfica, al punto seguido le sigue un sorbo de café. Este movimiento coordina de manera rítmica con el cerebro. Pero no sólo en esas instancias, la mano derecha va hacia el café, sino también en mitad de la frase, mientras el cerebro busca, en el fárrago de palabras disponibles, aquella que le hace falta para equilibrar o desmantelar o azular la idea.
Es lento y es arduo.
El cerebro hace un trabajo de explorador experto. No cualquier palabra que se le viene a la boca ?por brillante o desbocada que sea conviene a su propósito.
Es arduo y es lento.
Seguramente, no de ayer ni de antes de ayer data el impulso por llenar los depósitos del espíritu con esta radiación deslumbrante que hace renacer las razones sin razón del escribir.
Es de siempre.
Todo esto ocurre de manera sencilla y, al mismo tiempo, por completo inesperada, a lo largo de un silencio extraordinario, que admite cualquier ruido por fuera del cuerpo, desde el motor de los autos que surcan la calle, hasta las conversaciones acaloradas de los transeúntes, o el teléfono que suena y suena sin parar.
Es algo que abstrae.
Y las dos memorias, la de lo ocurrido y la de lo jamás ocurrido bordan la tela de la tercera memoria en silencio. La tercera memoria es eso que terminaba siendo escritura.
Es eso.
Los dedos en el teclado imprimen palabras a la vez que extraen de ellas sonidos que puedan resonar tanto en el interior como en el exterior del cuerpo, del texto.
Es eso.
Antes de saltar al párrafo siguiente, los ojos montados en las ideas, o las ideas montadas en los ojos, van otra vez hacia arriba, hacia el comienzo de la página, y la boca no pronuncia las palabras que lee hasta que sea necesario corroborar las cadencias del ritmo, garantizar el equilibrio sonoro, sostener el pensamiento en su tono. A medida que el ojo desentraña el sentido de las palabras, el oído ausculta los acentos. Es un desvelo.
El cuello gira de derecha a izquierda. Sube a veces. A veces baja. El cuello obedece las necesidades del rostro que su a vez obedece las necesidades de los ojos, que se posan sobre los objetos o los libros o los planetas que están a su alrededor, obedeciendo a la necesidad del pensamiento que busca la palabra. Y no es que la palabra esté o no esté fuera del pensamiento, sino que ese movimiento sutil del cuello que acompaña a los ojos, es un balanceo coordinado con el cerebro. Al posar la vista en los dos cirios de color rojo que están sobre la pequeña mesa o bien al detenerse en el más mínimo resplandor de las primeras estrellas, la palabra emerge, sea del interior del cuerpo, sea del órgano sin peso, sea de los objetos, sea del universo y se desliza por los hombros, baja por los brazos como una pequeña aventurera, y letra por letra se distribuye por cada uno de los dedos que corresponden a un botón del teclado hasta ocupar el espacio textual que le ha sido predestinado por la mente, por el alma, por el cuerpo.
Es lo de siempre.
Es la escritura.
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