Lunes, 3 de febrero de 2014 | Hoy
Por Mariana Miranda
Por el monte espeso, destilando selva, avanza sigiloso como un fantasma. Tiene el calor de todo Misiones pegado al cuerpo, el pelaje amarillo de manchas negras agobiado de las altas temperaturas de esta parte del planeta, parte que le toca habitar. Remolinos de olor acre, acre y ácido le llegan imprevistamente hasta los belfos, el hedor inconfundible de la última presa, la última que hubiera atrapado anteayer y que hubiera enterrado solapadamente entre las grandes hojas de las achiras, inadvertidamente en su propia madriguera, por precaución ante fauces invasivas de otros felinos ajenos a la misma. Panthera onca avanza sigilosamente entre las verdes multitudes vegetales, entre los helechos y achiras y sandalias y más, entre las lianas descolgadas de las alturas de la verde selva, verde, espesísima, en donde la luz del sol, hiriente, destila rayos amarillos, fulminantes, quebrando la dulce penumbra espesa en haces dispersos de luz enceguecida, de luz amarilla, filtrada por entre las hojas de la espesura de los altos árboles, monte ensimismado de especies arbóreas que cubren las alturas, tapan el cielo, desnudan de verdes la luz del sol, encerrando en una penumbra oscura, casi distante, el interior espeso de la selva inmensa y la superficie aérea del sol y el cielo del verano eterno, agobiante, asfixiante, de esta Misiones enorme y espesa, tan espesa como el centro de este monte, tan oscura y reptante como los ejemplares de la misma, arrastrándose despacio, muy despacio, por entre la multitud de seres, vegetales y animales, que la pueblan al unísono...
El yaguareté nada lento, despacio, tranquila y sedosamente sobre el agua del arroyo interno de la verde selva, del arroyo ése que viene de quién sabe dónde, de algún río o de algún brazo del río grande, algún desprendimiento fluvial de avanzada que terminó creando ese arroyo, justamente ése, que es su preferido... porque en el agua cristalina y suave del arroyo tiene la costumbre de nadar casi todos los días, cada vez que puede, ya que está ahí, cerca de la madriguera, en la espesa selva en donde habita desde hace años, desde una vez hace mucho, mucho tiempo, en que huyendo de los hombres encontró ese lugar... el lugar que se transformó en su guarida, prácticamente en su territorio, del que nunca supo salirse por todo este tiempo... Había tenido un turbio conocimiento de lo que el hombre era, nunca quizá demasiado certero, tan sólo un aproximamiento muy tangencial, nunca quizá lo suficientemente claro como para horrorizarse, tan sólo por una cuestión de precaución y más bien de innata intuición frente al peligro que le solía parecer inminente él tomó la decisión de internarse en la selva espesa, en esa parte de la selva, parte muy ancestral y muy virgen adonde la mayoría de los hombres no llegaba nunca, a la que tampoco habían llegado otros grandes felinos de su especie, esa parte de la selva que había pasado a ser, de un tiempo a esta parte su propio territorio, el suyo, el que le pertenecía ya por un sentido de propiedad muy animal, casi bestial diría... Allí sabía alimentarse bien de tapires, ciervos, algún yacaré quizás pero más pecaríes, a veces. En fin, él había sabido conocer un par de hembras o más. Buscándolas, lógico, en la espesura de la selva inmensa. Saliéndose de sus propios límites. Había sabido ser padre, también, varias veces. Había tenido una buena vida. Panthera onca tenía una buena vida. Lejos de todo lo humano, en la espesura de la selva inmensa, reinando en ella, sin ningún predador importante que le asegure el riesgo por la vida. Tan sólo algún yaguareté macho podría llegar a serle competencia, pero era sabido que ese territorio ya había pasado a ser el suyo y los animales más jóvenes habían aprendido a respetárselo.
Panhtera onca me dicen los que saben, los que dicen que son los que me estudian, una parte de los humanos, una parte de los hombres que dicen ser los científicos. Los otros me cazan, dicen que soy una amenaza para el ganado, para los caballos, para las criaturas. Dicen que con los perros no me pueden ahuyentar, con los cercos mucho menos. Entonces me cazan a escopetazos para quedarse con la piel y mis colmillos y mi cabeza embalsamada en el comedor, para que las visitas admiren la valentía del dueño de casa que me cazó con la escopeta, con el arma, sin garras, sin dientes, con un artefacto letal: la escopeta de caza o sino el rifle con mira telescópica, el especial para cazar grandes presas y las presas peligrosas. Así el disparo me llega de lejos, ni siquiera son capaces de tirarme de cerca. Soy el Nahuel de los araucanos, el Yaguareté de los guaraníes. Pero soy yo, yo mismo. El que supo reinar en la selva tantos años, el que supieron adorar los mayas y los aztecas y mucho antes de ellos los moches del Perú, el que supo encarnar a los feroces guerreros aztecas, el que supo ser chamán de tantos pueblos originarios. Soy el Nahuel, ando reptando por la selva espesa, trepando por entre los árboles, nadando entre los arroyos, dormitando entre los verdes de los helechos y las sandalias. Cazando presas para poder vivir, vivir tranquilo en la selva sin que me molesten demasiado. Pero a veces la molestia llega, lentamente, suavemente, tanto como la luz del día o como la oscuridad de la noche, aunque en fin, en la selva se hace tan espeso todo a veces que uno no sabe muy bien si es de noche o de día o en qué horario del día uno está porque la luz del sol casi no entra, entra de a cachitos por entre las ramas de los árboles más altos y se va difuminando hacia abajo como rayitos muy tenues de una luz blanca, casi amarilla, como si fueran rayitos de algunas linternas que alguien enciende por ahí. A veces la molestia tiene cara de hombre, formato de hombre, voz de hombre y es un hombre. A veces viene solo, con la escopeta y entonces molesta, pero entonces no molesta tanto, a veces es más molesto y más peligroso y viene con las máquinas, con sus máquinas, con los artefactos que inventaron para talar los árboles, para ir arrasando la selva hacia atrás, hacia adentro, hacia la nada, para que ya no exista ni la selva ni los árboles espesos, ni las plantas ni las achiras ni las lianas... talan los árboles y se llevan la madera y la venden a las madereras y la exportan y hacen las cabañas para vivir ellos y yo me quedo sin árboles, y me quedo sin lianas y me quedo sin selva y me quedo sin la espesura de las plantas verdes y oscuras que habitan el centro de este monte, y entonces talan y talan porque quieren más hectáreas, porque esta ya no es mi propiedad ni mi territorio, pasa a ser el territorio de ellos y su propiedad y ya no es bosque porque no les conviene, tampoco les conviene el pantanal ni la selva ni los arroyos, ellos quieren hectáreas y hectáreas para venderlas y después comprarlas y después sembrar la soja, la soja que no come nadie acá, que no nos alimenta nada, que destruye todas las propiedades minerales del suelo y destruye a los otros vegetales pero que sabe venderse muy bien en el mercado internacional. Entonces talan los árboles para sembrar la soja y van destruyendo, poco a poco, lentamente, la selva, la selva espesa en donde he vivido todos estos años, mi guarida, mi territorio, mi arroyo de aguas cristalinas y suaves en donde supe nadar todos estos años, y entonces siento las voces y los huelo y los escucho y escucho las máquinas y me trepo y me trepo y me trepo hasta el más alto del más alto de los árboles y los veo con las topadoras talando todo, cortando todo, arrasando con todo, y entonces salto y salto y me muevo como un gato feroz entre árbol y árbol en la cima de la selva espesa y siento los monos que chillan y chillan, los pájaros que aletean y también chillan y gritan, y las otras especies animales corriéndose, moviéndose, saltando, reptando y trepando por la espesura de la selva inmensa, yendo todos, yéndose todos, yéndonos todos dios sabe a dónde. Y entonces trato de no hacer ruido, no más del que ya hago, y a la vez siento el ruido y el alboroto de toda la selva espesa, sorprendida en su más preciosa paz, sorprendida en su espesura, huyendo a como se pueda por entre los árboles espesos, los ríos espesos, los arroyos espesos, la espesa vegetación tan verde, tan verde, que aunque trato de no hacer ruido alguien me ve, ven el color amarillo de mi piel que resalta en la espesura, y entonces alguien grita, "un tigre!" y entonces me muevo y me muevo y me muevo, y salto y salto y salto y me desplazo como un gato que huye despavorido y siento el olor del hombre tras de mí y después el tiro, el tiro, y ya no siento nada más que una gran bronca, una gran bronca acumulada que me estalla en los pulmones y largo el rugido, el rugido de tigre feroz con el que me bautizaron los guaraníes, el rugido de la verdadera fiera, y siento la sangre en la paleta y el olor de la sangre espesa que se me derrama por el pecho y salto de un árbol al otro y espero y espero y cuando siento el olor del hombre cerca, me detengo y hago un silencio espectral, en el medio del alboroto de la selva huyendo a como se pueda y a cualquier parte y en el medio del ruido de las topadoras y las motosierras tirando todo abajo y avanzando por sobre la selva y salto sobre el hombre con toda la fuerza de mi ser mientras largo el peor rugido que nunca lancé y entonces le clavo mis magníficos colmillos en la nuca y lo destrozo, aunque sienta otra vez, otro tiro en el medio del pecho, y otro tiro de otro hombre que venía detrás, que ése me pega en la espalda, y aunque ya mis fauces sean todo sangre y mis belfos huelan nada más que sangre y olor a humano y aunque vea todo rojo, todo rojo, y mis fauces tengan nada más que un magnífico gusto, un magnífico gusto a carne humana y aunque esa carne sean lo último que coman y lo último que huelan.
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