Miércoles, 19 de febrero de 2014 | Hoy
Por Pablo Serr
8. Y nunca fui tan feliz. ¿Qué es lo que hace que parezca real la vida? Me desperté pensando en eso hoy. Y al encender la luz, él ya no estaba. Me levanté, preparé té y, mordiendo una tostada, pedí un deseo. Pero entonces abrí bien los ojos y vi todo más claro: él estaba ahí, y ya no se iría. "Por favor, amor, no te vayas..." Me pareció que se reiría y se lo dije: "Si te vas, si me dejás, me mato". Nada me ata a él, y como si pudiera tocarlo, con sólo alargar la mano lo toco; él me hace un gesto y los dos asentimos. Quizá de verdad fuese así. Por la tarde merendamos; ¡disfrutamos tanto de nuestra intimidad! "No te muevas... ¡Listo!". Es sabido que una parte de nosotros no nos pertenece. En mi caso particular, esa parte mía le pertenece a él. Pero a veces me siento muy triste, por más que lo intento no logro que él se involucre tan intensamente como lo estoy yo en nuestra relación. Su malestar no es ninguna novedad para mí, y en todas partes me parece estar viéndolo elegir la separación. Esa tarde, inesperadamente, sonó el teléfono: era su madre diciendo, en un tono que se prestaba a sospecha, algo así como que su hijo, que estaba con ella, no se sentía bien y que por eso del trabajo se había tomado un taxi y... Yo la escuchaba tratando de borrar el sentido oculto de sus palabras, sin embargo, una imagen se me venía a la cabeza: su madre quitándole los zapatos, las medias, desabrochándole el pantalón, la camisa, desanudando la corbata, besándolo en la frente, en los dedos de los pies, en las orejas... El ya no estaba, se había ido, y así pasaron varias semanas. Ahora caminábamos tomados de la mano por la costanera. Hacía un día espléndido. En mucho tiempo no había sentido la realidad desplegarse con tanta fuerza sobre mí. Pero pronto nuestra vida rutinaria, tan estable y previsible, tediosa, como de encierro (todas palabras de él), sufriría un quiebre. Volveríamos a eso de las diez. Bajamos por San Martín hasta el río y me agarró fuerte de un brazo: "Me estás haciendo mal --le dije--. Si querés hablar, hablemos". "No quiero hablar", contestó él. "Entonces caminemos", propuse yo. Y ahí mismo me tiró al suelo, me golpeó en una pierna con una piedra enorme y salió corriendo. Releyendo las cartas que me había escrito cuando todavía estábamos de novios, di al fin con la clave de su en apariencia inexplicable comportamiento. Corrí al teléfono: "Esteban, volvé, por favor, me prometiste no dejarme nunca, no me podés hacer esto...". Acercándose hasta mí, le di la mano y él me abrazó. Hicimos el amor y nunca fui tan feliz. Y él dormido me miraba, y como en susurros repetía una y otra vez mi nombre. "¿Entonces?", pregunté yo, con un hilo de voz. "No", me respondió, "no me voy a ir, no te voy a dejar". Humildemente le di gracias a la vida, tan llena de misterios y burlas, por su irreprochable hospitalidad. Ese día dormimos hasta más de las ocho. "Estamos aquí, mi amor, juntos los dos, en esta casa del presente, en el interior de nuestra habitación". La imagen había tomado la forma de un espejo, ni él ni yo podríamos salir nunca de allí.
9. Yo, la luz. !Amor, abrí esa mano, dejámelo ver...". El pichoncito temblaba de miedo, el sudor le había mojado las plumas. "Ahora devolvelo al nido, la madre lo puede rechazar si le siente tu olor". Levanté los ojos al cielo; cuando me quise acordar ya eran más de las nueve. Preparé el desayuno, como todas las mañanas: café con tostadas y mermelada. "¡Amor, dale, es tardísimo, duchate rápido y vení a desayunar!" La luz del sol se filtraba por entre los pliegues de las cortinas. El ambiente, no obstante, estaba húmedo y caluroso. Al despegar los párpados, el rostro de Esteban, medio hundido como estaba en la seda del cubrealmohada, tomó la forma intricada de un nido vacío. Dormido evocaba la inefable ternura de un puente tendido entre dos mares enormes, despierto se parecía más a un crespón florido, a un malvón o a un nido vacío. Una mañana se quedó en casa porque volaba de fiebre. Mientras mezclaba el agua -caliente, fría, fría, caliente-, le dije: "Yo a vos te conozco". Y mentía, claro que mentía, y él lo sabía. Había dicho reposo el doctor, y a eso de las tres llamó su madre: que estaría llegando en veinte minutos, que caminaría hasta la plaza y tomaría un ómnibus que la dejaría, según le había dicho el almacenero, justo en la esquina de casa. "Andá a esperarla vos a mamá, yo en este estado no me puedo mover". La voz de la madre resonaba en mis oídos y se esparcía por todo mi cuerpo desde la raíz del pelo hasta los dedos de los pies. Su tono de pájaro herido, la forma tan particular que tenía -que tiene- de alargar el cuello para soltar las palabras, casi sin despegar los labios, me recordó de repente un sueño que había tenido de chico. Desde que tengo memoria le temo a los pájaros. No importa si se trata de un pelícano o de un canario, de un cuervo o de una lechuza, sus garras diminutas y sus horrendos picos me aterran como nada en el mundo. El sueño consistía, si mal no recuerdo, en una sucesión de distintos tipos de pájaros que se iban muriendo de asfixia uno a uno en mis manos, y mientras tanto la bóveda del cielo se iba poniendo cada vez más negra, creándose en conjunto una atmósfera insoportable de tan opresiva. "Mamá se queda a comer, así que mejor pedimos algo; nosotros vamos a querer milanesas con puré, ¿vos qué preferís?". "Por mí está bien, pido lo mismo que ustedes". La vida es maravillosa, Dios es inmensamente generoso. Tengo un marido que me quiere, vivimos bien, mucho más que bien. Y sin embargo, no puedo dejar de pensar. ¡Y detesto pensar, envejezco años por cada minuto que dilapido pensando! Ni se piensa ni tampoco se puede decir el amor, razón por la cual entre nosotros tratamos de hablar lo menos posible. "Si mamá se va a quedar a dormir, le preparo la camita del fondo, te parece?" "Por mí no te molestes, querido, yo me tiro en cualquier rinconcito". "¿No preferís dormir conmigo, má?" "Ay, no quisiera ser un estorbo...". El calor, impersonal afuera, se transformaba adentro en un frío incendiario. "Esteban, amor, que duermas bien..." Uno, dos, uno, dos: los pájaros se sucedían muertos mientras el cielo se tornaba de un púrpura encantado y la ciudad, umbrosa, iba desapareciendo progresivamente. Cuando de repente, en vez del cadáver de un pájaro, primero una flor, después una rosa roja abierta como un sol, sin espinas... Y de repente otra más, y otra, y un nombre, una voz hacia la cual me dirigía alegre, confiado... Y entonces un brote cantó tu nombre: ¡Esteban! La vieja volvió a servirse café y yo observaba desde mi rincón mullido llover sobre su figura el pico afilado de un cuervo, la hoz de un gorrión, el puño cerrado de un colibrí, la maldición eterna de una calandria...
10. Desde que prevalece la alegría. Me lo pregunto ahora con la misma facilidad con que antes me negaba a preguntármelo. Si me hubiese querido como yo lo quise a él, no le hubiera dicho nunca lo que le llegué a decir. Pero ahora él se fue y no va a volver. Es comprensible, entonces, que no deje de pensar en lo que pudo haber sido y no fue. ¿Por qué me dejó? ¿Por qué se fue así? ¿Qué es lo que no me pudo decir? Una mañana lo miré fijo a los ojos, porque había llegado de madrugada y alguna explicación merecía, pero él no me quiso mirar, o no pudo. Esa fue la primera vez que sospeché, y después me fui a enterar de lo que él no me había sabido decir con palabras sin mentir. En todo ese tiempo los días se hacían más y más largos, tanto así que llegaron a parecerme del largo de la vida las veinticuatro horas que aún me separaban de lo que ya estaba enfrente mío desde hacía mucho más de tres años. Pero como dice una amiga: hay que ser dócil a la Gracia. Y hasta que pude entender el verdadero significado de esa frase, él se iría yendo cada día un poco más. Si le tengo que dar una explicación lógica a su reacción, le tengo que mentir, porque yo estoy seguro, y pongo las manos en el fuego, que de haber sido él mismo, jamás me hubiera hecho lo que me hizo. Porque yo sé que en el fondo él me quería, y el cariño no deja de existir de un día para el otro. ¿O sí? Como las cosas invisibles que se nos aparecen cuando lloramos y vemos la realidad pero con menos miedo de estar viendo lo que no se quiere ver. Había entrado, y de haberlo visto en la oscuridad le juro que no lo hubiera dicho. Hizo un ruido para que supiera que estaba ahí, y yo le pedía perdón, hasta me arrodillé, no me daba vergüenza pedir disculpas, yo había cometido un error y estaba de verdad arrepentido. En realidad, nunca creí que fuera él culpable de nada, por ahí ella sí, pero después de todo fue él quien la buscó, no sería justo culparla a ella tampoco. En una de esas, ellos sabían bien lo que hacían y mi dolor era parte del plan. Nunca lo voy a saber eso. Igualmente, parece que no le costó mucho olvidarse de él. Después de que murió, yo mismo la vi una tarde del brazo de otro hombre. En el fondo le confieso que me llena de alegría saber que no lo voy a ver más. Mucho peor hubiera sido tener que cruzármelos juntos en el parque, por dar un ejemplo. Como dice mi amiga, hay que ser dócil a la Gracia.
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