CONTRATAPA
› Por Dahiana Belfiori
Aprendí de chica a lavar la bombacha en la ducha. Mi vieja lo hacía siempre. El calzón a veces aparecía abandonado sobre el grifo derecho, otras sobre el pico que llenaba la bañera. Mientras cantaba abría la canilla, dejaba correr el agua caliente, metía una mano para comprobar la temperatura, regulaba con la fría. En la punta de los dedos tenía un termostato infalible, de una precisión casi matemática. En ese momento empezaba a tararear aumentando la intensidad mientras se acercaba al punto más sensible del lavado: fregar su calzón. En ese instante la voz se articulaba en palabras y yo podía oírla desde la cocina, o desde el patio al que daba la ventanita inalcanzable y rectangular del baño, o en las noches desde mi cuarto, entonando un tango con su voz ronca de puchos y de trasnoches de reuniones. Yo me daba cuenta, sobre todo en esas vigilias, por el tono en el que el tango se deslizaba por la casa, cómo habían sido las reuniones. Nada era su favorito. Ponía un énfasis especial en "telarañas", acentuando la "te" como si se estuviera desgarrando por dentro. Si volvía triste o enojada, la sensación la perseguía durante días y las canciones dejaban de ser audibles. A mí me gustaba escucharla. Hasta los siete años, cada vez que entraba a bañarme, encontraba su tanga colgada en el pico a la altura de mi pecho. Como a mi madre la veía poco, la bombacha me la traía en sus aromas. Yo la tomaba entre mis manos y la corría para no mojarla y luego la reemplazaba con la mía. Ella tenía una preferida, que cuidaba más que a otras. Era de muchos colores, con una florcita bordada en la parte de adelante. A ésa la lavaba con un jabón especial y la colgaba fuera de la ducha, la llevaba al patio y al sol. No sé qué tenía esa bombacha, pero era la única a la que le dedicaba esos cuidados. Creo que debe haber sido un regalo de mi padre. O de un amante. No sé.
En la primavera de mis siete años dejé de escuchar a mi mamá para siempre.
Esta mañana me levanté distinta. Quise conocer el reverso de las plantas que crecían sin medida en el jardín de aquella casa. Volver se tornó un imperativo, como si el regreso pudiera traerme algo de los días pasados en el patio arañando los cascotes de tierra del cantero o sacudiéndome el dolor del pinchazo de los rosales en los dedos. De niña observaba con paciencia el recorrido de baba que hacían los caracoles sobre el sendero pegado al tapial consentido de santa ritas. Las buganvillas me gustaban, pero las abejas no me hacían fácil la entrada a su universo color guinda. Y los caracoles eran demasiado lentos en comparación con las abejas. Aprendí que podían demorar muchos baños de mi madre cruzar el patio hasta la huerta. Siete años no son nada. Y son todo. Como en el tango, nada queda de mi casa natal. Nada que me la recuerde. Ni el rosal, ni las santa ritas. Ni telarañas en un yuyal. Ahora hay un edificio pulcro del que salen y entran hormigas pulcras. Vuelvo a mi casa. La memoria es una aparecida entre el café y la mermelada. Duele el eco de una tostada mordida y olvidada sobre el mantel. Es la mañana y hay velas encendidas. Y un par de miradas dispuestas a no olvidar. Hay una bombacha colgada en la ducha. En ese gesto sigo encontrándome con mi madre. Mientras, la espero como cada noche desde aquella en que dejó de cantar para mí.
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