Viernes, 4 de abril de 2014 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Yo siempre voy a contramano. Mientras el país recordaba el comienzo de la dictadura, salía mi nota sobre la mujer (tema exprimido días atrás), y ahora que el tema es que en este querido y solidario país la gente ha respondido a la convocatoria a tener miedo y se ha puesto a linchar (no a los que saquearon el país con el megacanje, por ejemplo, a ésos les piden autógrafos; sino a un pibe que parece que dicen que quizá robó una cartera), como émulos del KKK y tan valientes que no sienten la necesidad de usar careta, yo voy a hablar de la dictadura. No de la dictadura, exactamente, sino del pasado, que incluye la dictadura. La culpa de mi desvarío temático la tienen los que no me invitaron al salón de París. Y de enojado me la agarré con el pasado. Mejor hoy que mañana, así mañana no tengo que censar el hoy vuelto pasado.
Ah, el pasado, el pasado. Cómo olvidarlo, cómo evitarlo, cómo sufrirlo. Cómo convivir con él cuando se cuentan los muertos por miles, muertos desconocidos, cercanos, míticos. Hace unos meses, en un evento llamado Medellín Negro, escritores latinoamericanos contábamos nuestras tragedias sociales. Parecíamos competir por la cantidad de muertos, vea. Parecíamos chicos que apostaban a doblar el número que había dicho el anterior. Mil, dos mil, cinco. Ochenta, dijo uno y no mentía. No era un juego, era la vida. Mejor dicho, el pasado.
No quiero hablar del pasado solo del paso del tiempo. De esos se encargan las peluqueras y los taxistas. Quiero hablar sobre lo que los escritores podemos, debemos, y al fin hacemos, en relación al pasado. Porque, y ya lo habrá imaginado, cuando uno se pone a escribir, el pasado salta de donde está agazapado para entrar en el texto. Es casi imposible construir una novela contemporánea sin que, y con alguna triquiñuela, la dictadura (quiero decir el pasado) se te meta en el relato. Para que eso no suceda, habría que trabajar técnicas muy complejas, como la de remitir todo a un presente absoluto, donde vivir y contar sean una sola cosa, y nunca se mira hacia atrás. Algunos lo intentan en la vida, es verdad. Quieren ver sólo el presente y que dejemos el pasado atrás. Pero lo nuestro es molestar, para qué me voy a hacer el buenito ahora.
El pasado está ahí, basta que un personaje recuerde sus paperas para que aparezca la suerte de un primo o un día de colimba. Yo entiendo a ese gordito que anda todo el día en la tele y en la radio cuando dijo estar harto del pasado. Tiene razón. Si basta con mirar por sobre el hombro para ver al pasado refregándose las manos esperando el momento de cantarte su triunfo en la cara. Si basta con que un amigo te cuente una anécdota para que se siente a la mesa a comer con uno. Si basta con que se hable de un padre, de un abuelo, de desconocidos que se murieron de puro tener ideas que no le gustaban a los otros, para que ese pasado se apersone y te arruine el día.
No es mi intención enumerar la cantidad de libro buenos, malos, o no tanto, que se escribieron sobre el tema. Seguro que no los leí a todos, ni siquiera a los más importantes. Pero vale la pregunta de si ese pasado ya ha sido debidamente observado por los escritores de este país, o si aún a ese pasado se le debe su gran novela. Yo no tengo respuesta a eso. Y que cada lector busque su propia respuesta. Gunter Grass (cito de memoria, Google anda perezoso y yo ni le cuento) declaró hace unos años que el muro de Berlín aún no tenía su novela. Claro, nadie escribe la novela que un nudo de la historia se merece porque se le da la gana. Se deben dar condiciones que a veces no se reúnen en siglos.
Y quizá otros escenarios tan trágicos o dramáticos como el Muro de Berlín sí tienen sus novelas o su gran novela. Recuerdo (y cito otra vez de memoria), cuando le dieron el Cervantes a Juan Marsé y un periodista recordó que su obra había sido sobre la postguerra civil. Y de qué podría ser? De qué podría escribir un hombre que vivió en un centro neurálgico de la guerra civil, antes, durante y después de que sucediera? Podría escribir de otra cosa, claro, pero sonaría más raro aún. Evitar un tema con insistencia dice más que hablar sobre ese tema todo el tiempo. Eso es lo que el gordito de la tele se olvidó de aclarar.
El escritor cubano Amir Valle me decía que le llamaba la atención que muchos escritores argentinos eligieran temáticas muy ajenas a la realidad del país. Y yo le decía que en muchos casos parecía simplemente una manera de abrirse un camino profesional: ganar un concurso, editar en Europa, etc. Pero y si esa elección fueran ganas de alejarse de ese pasado que atormenta y atormenta? Claro, dirá usted, pero en todos los países hay pasados que atormentan. Sí, pero a nosotros, de puro ser argentinos, nos atormenta más. He dicho.
Yo soy de una generación que vivió durante la dictadura. (No me hago el militante ni voy a narrar escapadas por los techos que nunca viví. Yo, la dictadura, me la pasé tratando de entender y de que no me llevara ninguna razzia de esas que alegremente armaban los enemigos de la gente feliz). Décadas después, vivo como escritor la ingrata suerte de que no haya forma de escribir sin esquivar ese pasado que abruma. Basta que un personaje irrelevante recuerde su vieja casa, una novia de la infancia, una travesura de chico, para que ese recuerdo traiga aparejado al comisario de mi pueblo que perseguía a los pibes de pelo largo, la mano de obra ocupada primero y luego desocupada pero aún peligrosa, amigos o nombres que desparecían así, sin más, y que uno suponía (porque lo decían los diarios) meta croisants en París y resulta que estaban meta sufrir y morir.
Leyendo a estos suecos que estaban de moda hace unos años, uno aprendía que los fantasmas de esa sociedad, donde nadie mata a patadas a otro porque lo supone ladrón, y no tienen a Carrió para divertirse y a Binner para aburrirse, eran dos: el pasado nazi, en el que muchos habían encontrado la felicidad de pertenecer; y los abusos a menores, que los transportaba de un saque a una realidad medieval que poco coincidía con el estándar que ostentan y promocionan. Vea los años que le costó empezar a sacar los trapos sucios al sol. Aun así, valió la pena, creo.
Hace un tiempo apareció con fuerza una generación de lo que uno podría llamar escritores jóvenes, aunque la mayoría eran unos huevonazos de más de treinta, que se sumaron al desafío de escribir sobre el pasado inmediato. Era fascinante ver cómo el pasado, que incluye la dictadura, se iba colando en sus relatos, a veces como un sistema, ya que son generacionalmente los hijos de los desaparecidos (algunos lo son realmente), en otros casos de forma aleatoria, en otros como un compromiso, o quizá como una suerte de obligación, que en algunos casos era fácil confundir con sobreactuación. Quizá sea eso que dije antes: evitar un tema con insistencia hubiera sido más sospechoso que hablar sobre ese tema todo el tiempo. Y no sé si hay término medio.
En fin, dicho esto, me voy a meter en el desafío de escribir una novela donde todo sea puro presente. Sucede en una fiesta, digamos la fiesta de una revista donde se festeja que estamos vivos y somos bellos. En esa fiesta nadie arrastra males, nadie tuvo un padre con mala suerte ni un hermano que se congeló en Malvinas, a nadie lo engañó su esposa o marido, y el mundo es perfecto. La dictadura es una serie yanqui y se termina cuando se apaga el televisor. Ganan los buenos. Que los buenos de los yanquis sean los malos para nosotros es una anécdota de la que ni siquiera nos reiremos porque nos olvidaremos rápido, fieles a la lógica del presente perfecto. De ese libro voy a vender millones, porque hay mucha gente que quiere creer que ese mundo es posible. Pero le traigo malas noticias: no lo es.
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