Sábado, 12 de abril de 2014 | Hoy
Por Miriam Cairo
Por fin la ciencia se dio cuenta de lo que todos sabíamos: ella es un ángel. Me podría causar mucha gracia si no fuera que me fastidia. La ciencia nunca creyó en los ángeles y ahora, para no dar brazo a torcer, para no llenar la historia clínica con la palabra ángel, hace la perífrasis científica: osteomalacia; da la voltereta fisiológica: reblandecimiento de los huesos; suministra el bla bla bla hospitalario: reposo absoluto porque tus huesos son como una esponja.
Hasta aquí, lo explícito. La ciencia es vanidosa. Quiere saberlo todo, explicarlo todo, prohibirlo todo.
Los ángeles no pueden caminar con sus huesos de esponja.
Ahora lo implícito: en esta clínica está terminantemente prohibido volar. Y no es por una cuestión de tránsito aéreo, ni siquiera por una razón seguridad sino por recelo: la ciencia teme quedar al descubierto.
Pero ella, que es un ángel, lejos está de contradecir la perorata histológica, obedece y mantiene quieto su hermoso cuerpo de ángel sobre la cama de hospital.
La ciencia cree que éste no es un buen período para ella, entonces la satura de estudios, le perfora los brazos con agujas finísimas para investigar, diagnosticar, decidir, pero en verdad ella se está tomando un respiro. Por fin, durante mes y medio será ángel con huesos de ángel. Luego vendrá la radiación, el reforzamiento y la reconstrucción (la ciencia considera inviable andar por la vida con huesos de ángel) pero por ahora, ella reverdece su índole angélica y se hace cargo de su liviandad ósea.
Todos los que la amamos aportamos sanaciones a fin de que la vuelta al mundo con el humano armazón óseo sea con la menor nostalgia posible de estos momentos en que por fin su cuerpo es todo aire suspendido en la existencia.
Cada hora ingiere esencias florales mezcla de centaurea, brotes de castaño y manzano silvestre. Invariablemente, luego de beber tres o cuatro gotas de ese remedio natural, cierra los ojos y se sueña al borde de un prado donde se agitan suavemente los tallos de junco, esas hierbas altas, flexibles y temblorosas que palpitan como los versos de Basho.
Ella, que ha leído "Recuerdos de un esqueleto expuesto a las intemperies", ahora recuerda el episodio en el que el poeta ambulante duerme en un establo de tierra batida junto a un caballo que se la pasa orinando toda la noche. Y justo en ese recuerdo abre los ojos. Dice que, como Basho, compartió sueño con un caballo, en el paraje Las Loicas, en aquella travesía por los Andes. Nos reímos. Me cuenta de la lluvia, el viento, las largas marchas, las ascensiones por los senderos helados de las montañas, los albergues de paso. Reconozco que usa palabras del libro para decirlo. Toma de Basho la experiencia en aquella posada donde los murmullos de dos cortesanas y un viejo le impiden dormir, irritada quizás, o tal vez "esqueleto preso de algún deseo", decimos las dos a la vez y volvemos a reír, porque seguimos teniendo el mismo uso de la memoria.
Dice también, que en aquella travesía, como el poeta, retuvo que bajo un mismo techo se hayan albergado personas tan diversas, entre los mismos matorrales y bajo la misma luna.
Mientras hablamos, alguien que estaba en silencio en un extremo de la habitación se pone de pie, se acerca y coloca una mano sobre la frente y otra debajo de la nuca. Ella cierra los ojos y yo cierro la boca. Esas manos transportan vibraciones que pasan por entre los datos registrados en el interior del cerebro, que van creciendo día a día, hasta que se esfuman o se modifican con impresiones nuevas. Los registros que ya no hacen falta se mueven como espirales nebulosas antes de ser expulsadas.
Las manos sanadoras se desprenden lentamente y ella no abre los ojos. Se queda un poco más en su interior de ángel.
Ese cuerpo con cien huesos y nueve aberturas, esa alma sentida como una brizna que flota al viento, fraternizaron por el camino con otros cuerpos, otras briznas. Ahora soy yo que la usa las palabras de poeta viejo para describir el silencio.
Ella sigue todavía en su interior de ángel cuando llega el cura con sus símbolos. Incluso cuando viene la enfermera con su bandeja de plata colmada de algodones y jeringas.
Luego abre los ojos y nos sonríe a todos. Seguimos juntos en el camino, bajo la luna, entre las briznas.
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