Martes, 27 de mayo de 2014 | Hoy
Por Aníbal Faccendini
El cuerpo le pesa. A medida que sube, sus huesos se hacen duros, cada vez más duros. Los escalones están hambrientos de espacio. El espacio se diluye, sólo queda el tiempo. Se evapora el presente y se viene la eternidad. Lo desconocido lastima su mente. Qué vendrá. Qué sigue. El que había escudriñado la vida, sí la vida y que había dado varios actos de fe en convicción. No puede, no quiere escudriñar la muerte. El 8 de mayo de 1794 es decapitado el padre de la química moderna Antoine Lavoisier, a manos de violentos dogmáticos y ortodoxos de una parte de la Revolución Francesa. Se trata de los jacobinos, era la época del Gran Terror.
Contra todas las limitaciones de su contemporaneidad, Antoine saltaba hacia el futuro. Desde su momento interpela al futuro. Más que nunca en la mayoría de sus ideas primó lo finito de su tiempo. No fue la naturaleza lo que lo limitó. Fue la mano de otros hombres matando a otros, él era esa otredad.
Crujen en sus oídos la sentencia de muerte, y el grito desgarrador: "La república no necesita de la ciencia".
Lavoisier era muy versátil: químico, abogado y economista. Pero con un decidido y profundo anclaje en su única pasión: la química, consolidándola para la modernidad. Así se convirtió en el padre de ella. Sus experimentos los financiaba con las comisiones que percibía por la recaudación de impuestos que hacía para el rey. Grave decisión. En la historia de la humanidad siempre se odió al recaudador de impuestos. Nadie quiere ser deudor y menos de tributos injustos y gravosos. Como lo era el sistema tributario del siglo XVIII en Francia.
Este gran científico de la humanidad formaba parte de la Academia de Ciencias francesa.
Dos errores aparentemente marcarán su vida, los dos de índole político. Uno el de aceptar ser recaudador de impuestos y el otro, dicen, que siendo miembro de la Academia de Ciencias rechazó una presentación realizada por el médico Marat, quien sería en el futuro uno de los famosos líderes jacobinos. Comentan que este rechazo jamás sería perdonado. Jen Paul Marat, va a tomar venganza por la ofensa sufrida criticando al químico de ser monárquico y de complotar contra la revolución. Ello no fue lo que lo decapitó al padre de la química moderna, pero ayudó a la construcción de su camino al cadalso.
Ambos mueren en distintos momentos: los dos son asesinados. El médico en 1793 a manos de Charlotte Corday y el químico al año siguiente a manos de un tribunal dirigido por los jacobinos.
Los dogmáticos y ortodoxos no se permiten la duda. La duda creen que los inmoviliza y los debilita. Pero, no es así. En el desarrollo de la ciencia y la política fue la duda la que motorizó los cambios. La duda tiene un espíritu profundamente cuestionador. Descartes, Rousseau y Locke partieron de esmerilar los supuestos dogmáticos. Es la duda la palanca de progreso equitativo y sustentable para la humanidad.
Queda el último escalón para llegar al cadalso y Lavoisier toca su finitud. El quietismo mental que el dogmatismo y la ortodoxia imponen, licencian sin fecha toda complejidad. Dios no vomita a nadie que dude. No vomita al tibio, ni por temperatura ni por temperamento. Vomitivos son los que plantearon certezas desde la contumacia. Porque mintieron.
El químico había hecho grandes investigaciones y descubrimientos. Entre otros determinó la composición del agua y del aire. Como así también ayudó a fundar las bases científicas de la química. La razón aun protesta contra esta injusta muerte.
La duda fue pródiga para el desarrollo de las ciencia sociales y empíricas. Pero también fue fundante de la democracia. Las elecciones, la rotación de cargos y limitación de mandatos son la circulación de la duda cuestionando la permanencia de las personas. Para así hacer circular el poder. La no certeza también permite mejor y más justicia.
La duda es la insurgencia desde donde nacen nuevas cosas.
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