Jueves, 26 de junio de 2014 | Hoy
Por Gloria Lenardón
Lo que se encuentra sin esperarlo, lo que se llama hallazgo, no está facilitado por los primeros planos, ni despierta rápido la atención, más bien irrumpe en nuestra conciencia como una presencia que no encaja; es un tropiezo dentro de un acontecimiento, produce un pequeño salto, un estremecimiento de sorpresa. Algo parecido sucede en Entre Ríos, en las tierras interiores de esa provincia, cuando en el palacio San José se descubre al perro de Urquiza en la pintura de Blanes, el perro está pegado a las patas traseras de su caballo y acompaña a Urquiza en una batalla de la Confederación. En la mejor sala del palacio, de las treinta y seis habitaciones, la más grande: la ventana deja ver un jardín que combina con las especies del lago artificial del fondo, y en medio de los muebles oscuros y conservados: la pintura; una luz que llega del otro jardín, el francés, rebota en el blanco de las paredes con olor a viejo; el perro y Urquiza no intervienen en el drama principal: la batalla a pleno, vivitos y coleando surgen intactos de la batahola que siembra el campo de cadáveres, los dos juntos miran la escena en un aparte que los libra.
El reposo del guerrero: para descansar Urquiza tiene a disposición su lago personal. Cuando cruza el Patio del Honor y el Patio del Parral, los dos patios interiores de su casa diseñada por dos arquitectos italianos, cercados por arcadas, y las siete dependencias de servicio, tiene ante la vista los parques, cuarenta hectáreas muy bien diseñadas de parque, y el espléndido lago artificial. El tílburi lustrado lo pasea por el borde del lago --sus piernas no deben ser maltratadas en semejantes caminatas-- para que recuente las bestias hermosas que hizo traer y que siempre quiere acariciar, el paseo lo aísla dentro del paisaje turbulento. La paz se restringe al área del lago que le templa el espíritu en un medio natural, hay un cielo abierto para elevarse, pájaros libres y enjaulados trinando a coro, recién después vendrán sus botas de general ajustadas frente al espejo bajo el control de su perro. Si en la pintura han sido retirados, si Urquiza y su perro han sido separados y mirados bajo otro foco, ajenos al desangrarse de los soldados a caballo que revientan en medio de la muerte representada al óleo, si la figura jerarquizada del general y la figurita del perro están delineadas por fuera de la carnicería es porque los dos tienen mucho que ver entre sí. Urquiza y su perro deben haber pasado mucho tiempo juntos para copiarse de esa manera. Urquiza montado en su caballo, los brazos tiesos como las patas delanteras del perro sentado abajo, el perro ladrando de manera entrecortada y furiosa siguiendo la voz de las órdenes del general. Entre Urquiza y su perro hay un intercambio de personajes, una traslación exitosa, aceptada, no tiene interrupciones esa relación, los dos estaban pendientes uno del otro, de ese modo limaban las diferencias. Todavía más en la guerra, con determinación crecía el calco, la mezcla de uno en el otro, un humano de cuatro patas acompañaba a un perro que se desgañitaba azuzando a la turba de desesperados en la pelea a muerte.
Sin la gloria de las hombreras con lazos, los bordados, el gorro ornamentado, porque nada de la espectacularidad de un general basada en el adorno es olvidada por un general, y sin el peluquín --hoy una pieza del museo San José-- que Urquiza necesitaba para completar su imagen de hombre influyente; el perro lo seguía. El perro lo seguía con su adhesión animal; no hubo cambios en ese aspecto, cada mañana abrían los ojos y ya se tenían delante.
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