Martes, 15 de julio de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
Mi padre me refiere la anécdota, un día igual que todos como habitualmente lo hacía con su voz clara de narrador oral.
En un atardecer de invierno, cuando ya las sombras iban cubriendo la lentitud y los árboles de mi pueblo, se vio la silueta de un hombre con un bulto, como una bolsa al hombro. Venía bamboleándose un poco, amparándose o tratando de pasar sin ser entrevisto bajo los coposos plátanos del veredón antiguo que circundaban los terrenos de la estación de trenes. Pero al pasar frente a la comisaría, llamó la atención del titular quien en persona le dio la voz de alto.
Acérquese hombre, muéstreme que trae ahí- dijo señalando vagamente sobre esa espalda un poco ya encorvada por el peso.
El hombre obedeció, bajó a la calle, y cuando estuvo enfrente bajó la bolsa.
Qué trae ahí, abra eso...- dio la orden el comisario de grandes bigotes negros y gesto adusto. El hombre dijo en un hilo de voz.
Señor comisario, son zapallos que traigo del campo.
Que yo sepa -le dijo-, los zapallos no se mueven. Abra eso carajo.
Y cuando el hombre temeroso lo hubo hecho saltaron unas grandes gallinas gordas y se perdieron en la faz de los yuyales que cubrían el predio ferroviario. Conminado a ingresar a la dependencia, de modo poco amable, no tuvo más remedio.
El hombre de las gallinas, que no era otro que el Vasco Amaro fue interrogado por esas gallinas hurtadas a un chacarero cercano al pueblo, se hizo cargo, y dijo:
Señor comisario es verdad que yo he robado esas gallinas pero para darles de comer a mis hijos. Como usted ya sabe, soy responsable de una familia numerosa.
Es cierto que el Vasco era responsable de la vida y la alimentación de nueve hijos, entre mujeres y varones, y ayudado por doña María a quien también le decían la Vasca, no sé si por carácter transitivo, hacían malabares con sus trabajos y sus días para cubrir las necesidades mínimas y a veces, acosado por esa carencia se inclinaba por la distracción de algunas gallinas de un prójimo que seguro estaba mejor que él, como para cubrir la olla y calmar tanta boca que pedía comida.
No es que fuera un mal hombre, pero, como siempre decía mi padre "la necesidad tiene cara de hereje" y esto me trae a cuento, aunque no haya sido necesario, una picardía que el mismo Vasco le jugó a mi abuelo, titular del almacén y despacho de bebidas "Las Colonias", ya que para desgracia de los intereses de mi abuelo eran vecinos del mismo barrio. Las cosas fueron así: la canícula apretaba y don Amaro enfiló para el boliche del abuelo para comprarle una botella de cerveza fresca, ya que no "helada", porque en el negocio tenían una triste y precaria heladera que marchaba a kerosén. El hombre sacó sus monedas y pagó. Al rato volvió medio compungido quejándose de que la cerveza estaba mala, si se la podía cambiar. Mi abuelo se la canjeó. Cuando el Vasco se hubo ido, regresó a la botella que estaba con más de tres cuartos y en lugar de ponerla en un cajón para cambiarla, la puso en la heladera. Al anochecer, se acordó, la sacó, la destapó y se mandó un par de tragos largos y la encontró con un gusto muy raro, entonces sí, decidió hacer el cambió con el proveedor.
Pero a la madrugada se sintió muy descompuesto, y aunque era renuente a visitar al médico, hizo una consulta con el Dr.Coppo. Hecha la revisación de rigor, y no encontrándole nada, siguió con su interrogatorio al llegar a los tragos de cerveza, el médico le preguntó:
Usted qué hizo con ese líquido que le supo mal.
Y ahí está le contestó mi abuelo- mañana lo devuelvo.
No, le dijo el médico, tráigalo que lo haremos analizar.
Cuando el buenazo del Doctor Coppo le dijo que eso era orina, mi abuelo no lo podía creer y la primera reacción que tuvo fue ir hasta la casa del Vasco, a quien no encontró.
Mi abuela, con suma paciencia lo disuadió que la ira era mala consejera y que una paliza podría terminar mal para él, ya que terminaría en la comisaría.
El Vasco, por mera prudencia no pasó por el resto de sus días siquiera por la vereda de enfrente del negocio, hasta que el tiempo que todo lo borra apaciguó la ira de mi abuelo, ese hombrón bastante torpe, de mal genio y mal llevado con casi todo el resto de sus semejantes. Motivo por el cual, esta actitud del perdón u olvido de su parte obedeció más a su decadencia que a su verdadera condición de cristiano, que en verdad, nunca tuvo.
La vida que habían llevado estos inmigrantes, tanto en la Europa cansada de hambres y de guerra, y los sacrificios a que los sometió la residencia en este lugar inhóspito para sus planes de progreso, no les alcanzó con ser testigos del vuelo de los pájaros tan libres, cuando ellos se sentían encadenados, como alguna vez escribió el maestro José Pedroni para siempre.
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