Sábado, 6 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Javier Núñez
Una casa sencilla, no muy grande, sin pretensiones. Pero con un pequeño patio con plantas y un parrillero: un lugar donde sentarme a leer al aire libre a la vuelta del trabajo o a comer con mis hijos en alguna noche de verano. O una terraza, al menos. Una casita con dos habitaciones para que estén cómodos los dos más chicos cuando se quedan a dormir y ya no tengan que compartir mi cama en el único dormitorio del departamento ni yo me vea obligado a desparramarme en un sillón de un metro cuarenta al que desbordo por todas partes. Si tiene cochera, o espacio para entrar el auto, mejor. Y un precio de alquiler razonable, por supuesto. O por lo menos que no sea abusivo.
Odio las mudanzas. O mejor: odio la etapa previa a las mudanzas, la búsqueda que tantas veces parece infructuosa, el desgaste de ese tiempo en que no aparece nada, las pequeñas desilusiones que te va deparando cada día. Es una etapa en la que salen a flote todas mis neurosis juntas. Puedo estar ilusionado y entusiasta por la mañana, moderado por la tarde y desahuciado al caer la noche, e invertir los (des)órdenes anímicos al día siguiente. La ansiedad nunca es buena consejera, lo sé. Pero cuando toma las riendas de tus estados de ánimo más que mala consejera se revela como una jodida y perversa hija de puta. Odio las mudanzas, o la etapa previa a las mudanzas, pero ya tomé la decisión. Porque aunque no vivan conmigo y se queden un par de veces a la semana los chicos necesitan una pieza propia -o, al menos, una que en esos días puedan considerar como propia-, porque dormir en el sillón me pasa factura durante cuarenta y ocho horas y porque este departamento de cuarenta metros cuadrados ya cumplió su etapa.
Después de separarme y de haber boyado durante un par de meses, viviendo primero a treinta kilómetros de Rosario y después en casa de mi hermana, amontonando mis cosas en una habitación y tratando infructuosamente de que mi presencia no la jodiera demasiado, el alquiler de un pequeño departamento de pasillo resultó una bendición.
Pero, por algún motivo, nunca llegó a configurar un espacio que realmente pudiera considerar como propio. Lo intenté durante un tiempo. Las fotos de mis hijos en la pared, un par de cuadros y diplomas, el rincón para escribir, la biblioteca que mandé a construir para ordenar -es una forma de decir- algo así como trescientos y pico de libros que arrastraba como una absurda marca de identidad, como un empeño por mantener a lo largo del tiempo y de los distintos espacios en los que habité algo que los atravesara a todos y en donde pudiera reconocerme una y otra vez, contribuyeron para desbaratar un poco esa sensación de ajenidad que sobrevuela en todos los departamentos vacíos. Pero nunca me gustaron los departamentos. De modo que ahora que se aproxima el final del contrato, me puse a buscar otra cosa. No sé bien dónde. No sé bien qué. Pero busco.
También puede ser una casa de pasillo: los alquileres suelen ser más baratos. En algún barrio, lejos del centro, para no tener que lidiar con el estacionamiento medido ni verme obligado a alquilar una cochera. De Echesortu hacia el oeste: es un punto intermedio, más o menos equidistante entre mis zonas de interés o necesidad -hijos en Alberdi, el trabajo en el centro y el amor en Funes-. O me puedo ir más al norte, total ya viví por allá y puedo acostumbrarme otra vez a los trayectos de cincuenta minutos en colectivo para ir a trabajar. O a Fisherton, donde estaría a diez minutos en auto de Funes y también de Alberdi por Circunvalación. O directamente a Funes. Me quedarían lejos dos de tres, pero creo que podría acostumbrarme porque pocas cosas me provocan tanto placer como desparramar zapatos y caminar descalzo por el pasto, tomar una copa de vino en el silencio de una noche calma o levantarme a la mañana y dejarme envolver por el trino de los pájaros o cosas así. En fin: esas estupideces bucólicas que se piensan a la distancia o cuando uno va de vez en cuando pero no siempre se cumplen o se vuelven una carga. Porque no siempre hay pasto y, si se tiene la suerte, hay que sudar para mantenerlo; y algunas noches sobrevuelan helicópteros que rastrillan los techos o los patios con sus luces porque es tanto o más jodido que vivir acá; y a la mañana no sé qué carajo pasa en el patio o en los árboles porque siempre que me quedo allá me levanto apurado y tengo que salir cagando para la oficina porque se me hace tarde. Pero qué sé yo. Siempre sentí que me gustaría vivir en Funes y lo sentía lejos. Y hoy, a lo mejor de tanto ir y venir, lo siento más cerca. Pero qué difícil conseguir algo de estas características en Funes hoy: llegué como diez años tarde.
La primera vez que me mudé tenía ocho o nueve años. No recuerdo casi nada. Fue después del divorcio de mis viejos, y dejamos una estupenda casa en San Lorenzo -con quincho, pileta y patio arbolado- para alquilar, en Rosario, una casa antigua de pasillo en calle Moreno, con una escalera algo macabra y un patiecito triste de baldosas. Igual me gustaba. A veces, cuando fantaseo en libertad y pienso en qué tipo de lugar me gustaría para vivir y descubro que se le parece tanto al recuerdo de mi primer hogar, creo que todo se remonta a esa mudanza: que me paso la vida tratando de recuperar esos territorios perdidos aunque ellos se empeñen en hacerse borrosos año tras año. Pero ya lo dije: recuerdo muy poco. Lo curioso es que una vez escribí sobre la casona de calle Moreno a la que fuimos a parar. Escribí que "no tenía pasto ni árbol de quinotos -ni higuera, paraíso, quincho, pileta-, ni tantas otras cosas que se habían quedado detrás del cartel de "vende" de la otra, pero al menos era grande y mi vieja podía esconderse a llorar de bronca en los rincones".
-Pensé que no me escuchaban -me dijo ella una tarde, después de haber leído ese texto-. Me acostaba a sacar cuentas en un cuadernito y después lloraba hasta quedarme dormida.
Todavía no sé si la escuchábamos. Escribir la propia memoria es, a la vez, un juego de invención y hallazgo para completar los huecos y alumbrar los rincones oscuros. No sé por cuál de los dos caminos llegué a decirlo, ni estoy seguro de que eso importe.
La segunda mudanza fue unos años después. En el cuadernito de mamá, lleno de tachones, se acomodaron algunos números y consiguió un crédito para dejar de alquilar y comprar un departamento en un segundo piso de escalera. No era lo que quería -ella también se pasó años tratando de recobrar o reemplazar sus geografías perdidas- pero era un paso adelante. El día que le dieron la llave fue sola a verlo otra vez. Las habitaciones desnudas y umbrosas le resultaron tan tétricas que se sentó en el suelo y lloró hasta cansarse o hasta convencerse, otra vez, de que era un paso necesario. Vivimos siete u ocho años ahí antes de que pudiera sacar otro crédito más para una casa con patio y parrillero y un departamentito al fondo al que pronto me llevé a vivir a la que sería mi mujer y al hijo de ambos. De esa tercera mudanza recuerdo que fue a finales de un año o los primeros días del otro y que yo pasé el año nuevo en lo de mis suegros. Mi vieja y mi hermano se pasaron el 31 lijando y pintando la casa nueva: terminaron tan agotados que se durmieron inmediatamente después de cenar y prescindieron del brindis.
Recién años después, cuando compré mi casa propia, experimenté por primera vez la angustia de la búsqueda y la elección. Como trabajaba todo el día la que llevaba la mayor parte era mi mujer, y yo visitaba los fines de semana las que ella ya había preseleccionado. A veces nos gustaba la casa y no la zona. A veces al revés. O nos gustaba un aspecto de la casa y no el resto, y sacábamos cuentas para ver si le podíamos poner guita encima, y siempre nos daba que no. Sé que elegimos la casa que finalmente compramos incluso antes de entrar a verla: cuando nos bajamos del taxi en la plaza Alberdi y caminamos las callecitas del barrio hasta encontrar la dirección, ya me había enamorado del lugar.El resto -una casa emparchada, con sus ventajas y sus problemas- nos cerró lo suficiente como para tomar la decisión en el trayecto de regreso.
En estos días, supongo, espero otra vez ese momento de revelación. Una casa sencilla, a lo mejor. No muy grande, pero con un pequeño patio con plantas y un parrillero: un lugar donde sentarme a leer al aire libre a la vuelta del trabajo o a comer con mis hijos en alguna noche de verano. Un lugar que me permita recuperar o reconstruir algunos de esos territorios perdidos o soñados que todos tenemos. Y, si puede ser, un cuartito pequeño o un rincón luminoso donde sentarme a escribir y defender como trinchera.
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