Miércoles, 26 de julio de 2006 | Hoy
Por Federico Tinivella *
Ata la torcaza al palo de amasar, que le robó a la nona después del festín del domingo, después de la raviolada. La torcaza que duda en vibrar o irse, ya no resiste, siente el peso del golpe dado, la perdigonada de algún gil.
El Panza ata la torcaza al palo de amasar con un piolín para que no se le escape. Piensa cuidarla ahora que es invierno y los árboles se van quitando la aspereza de las máscaras. Ve muchas en un barrio que es arbolado, como así también cruzan como aviones a chorro sin dejar más huella que su graznido patos perdidos. Las aves que bajan a los jardines son benteveos, horneros y calandrias. Los benteveos y las calandrias coexisten, sin embargo, las torcazas y los horneros son tratados mal por los primeros, los alejan del bebedero y de las migas de pan que el Panza arroja esporádicamente, ya que come poco pan y ya que casi siempre se olvida de arrojarlo al terminar, porque se queda dormido en la mesa con la cara hundida en un sueño inexplicable.
Los horneros en las ciudades se pierden como extranjeros, realizan grandes esfuerzos construyendo viviendas que a veces no logran terminar porque no cierran, esto ocurre en general en el centro, en las ventanas de los edificios. Los postes de alambrado le van bien. El panza siempre pensó, al leer el Martín Fierro, en emprender un viaje a campo abierto sin más destino que el infinito del horizonte y unas piernas calientes, de mujer. Cuando estaban por cerrar los números de su empresa, había calculado alimentos y bebidas para una semana, percatóse de que el alambrado lo llevaría siempre entre la ruta y él, por lo que desistió.
Mira a la torcaza ya no mansa insistir con la vida, más allá de que algunas plumas se le despeguen del cuerpo y un rojo casi negro se deje ver de la despeinada. Se encuentra ante una situación difícil, la libertad a riesgo de morir o la posibilidad de la protección, el alimento y la bebida a riesgo de nunca más arremeter al cielo con un chupón de pico. Dreuty que tiene, en estos instantes que se encuentra frente al dilema, tiernos doce años, no puede evitar hacer una comparación y no es la que siempre repetía su tío Angelo, anarquista. Él, su tío, decía que la isla de Cuba era como el jardín de su casa, era como vivir en él eternamente con buena salud y alimento, pero sin jamás poder quebrar esos límites y a renglón seguido remataba que prefería el deambular hambriento por carreteras sin nombre a estar sometido a un límite, sea éste del carácter que a uno se le antoje. Esto lo decía después de haber bebido, cada quince días, cuando visitaba la casa del Panza. Pero esto no era lo que Dreuty traía ahora, al ver a la torcaza atada al palo de la nona. Dreuty pensaba más en la torcaza que en él, el tío hablaba por él. Dreuty ahora pensaba en la torcaza, pero al pensar en ella no era él sino el que elucubraba lo que podía ser mejor para ella. Se dio cuenta entonces que todo lo que pensara tenía que ver con él, algo que nos parece ahora obvio, pero para los tiernos doce del Panza no es todo un descubrimiento, pero sí una idea que se instala de manera imponente a lo largo de por lo menos una semana y que será comentada en la escuela el lunes, o sea mañana, ya el Panza ve a la torcaza aferrada al palo de amasar un domingo.
En las calles del domingo, de las paredes silenciosas de los cuartos es casi inevitable que se desprenda, como una cascarita seca de una lastimadura o como un cacho de cielorraso, la melancolía. Las actividades que se desarrollan tienen un fin escapista, salir a gran velocidad de esa marca a presión que te mete la angustia, si estas quieto es muy fácil que la cabeza se transforme en una gigantesca lágrima y chorree más agua que la gotera del galponcito. Dreuty esto no la sabía, ya que tenía doce años y ya que disfrutaba aun de los domingos, cosa que viene a contradecir lo planteado anteriormente.
El panza arremete demencialmente hacia el sector de la torcaza, que es justo detrás de una rosa china encendida y después de ser pinchado por una espina minúscula quita el piolín y deja a la torcaza ser.
Los canarios que han sido criados desde pequeños en jaulas diminutas temen al ser liberados, palpitan mucho, tiemblan y pueden cometer actos
irracionales, actos irracionales para nosotros, para nuestra mirada acerca de cómo debería comportarse un pájaro. La imagen del canario fuera de su jaula es similar a la de cuando uno se queda dormido después de una borrachera en el ómnibus y se despierta en cualquier parte, no conoce nada ni a nadie, está perdido. La jaula es para el canario su cálido hogar, allí come, duerme y canta. La torcaza en cambio ha nacido en el todo, su límite es la nada, la libertad su patria.
La torcaza tímidamente comienza a renguear en dirección a la manguera, que está enrollada, da unos pasos y cae. El Panza, que es niño pero no insensible, llora. No sabe si de tristeza o alegría. Piensa en la torcaza como en un condenado a muerte, cree que más allá de todo ha cumplido con el último deseo del ave, aunque sea por unos pasos.
La nona llama al Panza desde la cocina, ha terminado de lavar los platos y está calentando un poco de café que piensa servir con algunas masas secas que sobraron del mediodía. Dreuty corre con energía infantil y no sin tristeza, deja atrás baldoza tras baldoza mirando siempre el piso, esto lo divierte, pero olvida la puerta corrediza y se estrella. El Panza cae de bruces sobre un repollito de Brusellas, su cabeza dolida late. El Panza alimenta ahora la teoría de su tío de que los límites son dolorosos.
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