Martes, 14 de octubre de 2014 | Hoy
Por Eduardo Cappellacci
El monte estaba detrás de la vieja casa. La edificación databa de la penúltima década del siglo XIX. Construida con el fin de ser el casco de una vasta estancia, la prematura muerte del joven inmigrante suizo, propietario de todo, terminó en una despiadada lucha judicial --donde no faltaron infidelidades, puñetazos y algunas muertes sospechosas-- que despedazaron la estancia en varias chacras. A la sombra de los paraísos del patio, comiendo sandías refrescadas en el aljibe, después de la siesta, el tío Pepe nos contaba estas historias.
A los doce años todo lo del campo es una maravilla para un chico de la ciudad; pero esa casa era "la" maravilla: las gruesas e íntegras paredes, con ladrillos irregulares asentados en barro; las altas galerías -que me recordaban los andenes de Rosario Norte- con los pisos embaldosados con ladillos y las columnas de hierro forjado, adornado con macetones que alguna vez contuvieron flores; el techo de chapas cubiertas con paja de trigo para que el sol no convirtiera las habitaciones en sucursales del infierno ... Todo era una maravilla
El monte se veía desde las altas ventanas de los dormitorios ubicados en el lado sur de la casa, el lado opuesto a las galerías. Cada ventana conservaba sus persianas de hierro y sus cristales esmerilados. Se repetían en pares simétricos en cada habitación. Y desde ellas se veía el monte. Nos despertábamos y lo primero que aparecía del exterior era el monte, como una invitación o un conjuro.
El tío Pepe contaba que los primeros árboles del monte los plantó el suizo cuando decidió construir la casa, mucho antes de empezar la construcción. Ese monte originario se notaba en el centro del monte actual, según decía el tío. Sin embargo nosotros nunca pudimos precisarlo. "Se plantaron ciruelos, durazneros, perales, naranjos y mandarinos; dos hileras de cada especie; diez plantas cada hilera. Y ese monte rodeado por una especie de cerco vivo que tenía nogales al norte y al este, y olivos al sur y oeste", imborrable en la memoria la descripción de aquel viejo italiano, tío de mamá, venido a estos campos cuando la casa era aún nueva y él mismo era un niño.
En esos días --unos noventa años después de esa originaria e inverificable plantación-- el monte era un desordenado conjunto de todas las especies mencionadas más dos gruesos ombúes, orondos e imperturbables, sombreando algunas margaritas y un par de coronitas de novia.
Los nogales altísimos y los olivos gordos y retorcidamente pesados todos dispersos sin orden por el monte; los frutales (ofreciendo generosos alguna delicia) entremezclados en un desconcierto casi salvaje... todo pretendía desmentir al tío Pepe. Sin embargo, a pesar de las evidencias, le creíamos y atribuíamos el actual desorden al descuido y a la obra de la misma naturaleza: "Se cayeron frutas, que rodaron desordenadas y los carozos y semillas se hundieron en la tierra generando nuevas plantas, mientras que algunas de las originales se secaban". Esta era nuestra científica explicación que dejaba a salvo las historias del tío Pepe confrontadas con las evidencias.
En los tórridos veranos el viento arrimaba al borde del monte el olor agrio y penetrante de las frutas que se pudrían en el suelo sirviendo de abono para la tierra y alimento para moscas, abejas y otros bichos. Lejos de disuadirnos, el desagradable olor nos impulsaba a meternos entre los viejos árboles a vivir horas de camaradería, de juegos, de incipientes amores y estrenados placeres.
Cuando los tíos se mudaron al pueblo, la misma topadora que abatió la casa, arrasó el monte. Dos días trabajaron cuatro peones cortando las ramas de los olivos, los nogales y los naranjos, separando los troncos más gruesos aptos para usar en carpintería. El último día acompañé a mi padre que fue a buscar algunos viejos muebles y unos trastos de cocina rescatados de la demolición; llegamos cuando los camiones con los troncos se iban llevándose, junto con los pedazos del monte, el sabor áspero de mi primer cigarrillo, el estreno de las manos en unos senos pequeños, firmes y cálidos, el rubor después del primer beso. Y cientos, miles de historias --todas verdaderas-- que inventábamos en cada expedición al monte.
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