Viernes, 24 de octubre de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
No sé si fue en el tiempo que los ocasos rodaban detrás de aquellos robles centenarios, en un haz de fragores rojos y violetas.
Me dicen que esas treinta hectáreas de coníferas fueron taladas sin ninguna piedad. Me pregunto qué manera lisa tendrá hoy ese crepúsculo cuando no tendrán sino los yuyos para enredarse en parsimonias y esplendores quietos, tan sin razón al parecer, pero tan necesario creo, es decir, cómo muere el sol pasando de llama a brasa lenta y luego viene la yegua sombría de la noche que arrasa cementerios y ciudades y caminos solitarios que se hunden en el campo.
Hubo garzas en aquel tiempo lejano y cigüeñas y gaviotas que buscaban las cañadas para su alimento pero al ocaso levantaban lentamente el vuelo sin saber hacia dónde, porque nunca supimos en qué lugar dormían. Loe escasos vehículos de ese tiempo, arrastrados por percherones oscuros sumaban al incómodo traqueteo, una molestia de polvillo que se metía en los pliegues de la ropa ordinaria de la gente que labraba esos campos, con contracción de esfuerzos ya que la tecnología era escasa, muy cara y deficiente.
Los ocasos, luego del desmonte como se llamaba al criminal talado de esos árboles pertenecientes a la estancia Maldonado, dieron pena honda mucho tiempo, pero luego la gente se fue acostumbrando y sólo quedó en la memoria de los más grandes, quiero decir, que los más jóvenes tuvieron noticias gracias a los relatos melancólicos que todo lo volvían homérico, hasta el hecho más nimio, hasta la anécdota más banal.
Como todo lo que sucedió en un pueblo chico, donde la población se desfleca y emigra por mejores horizontes, va sedimentando en anécdotas que son casi rituales hasta que ingresan al callejón de la memoria oral, mantenida viva gracias a la renovación generacional que también pone en clave de humor aquello que fantaseó de niño, porque en un lugar del cerebro almacena ese sedimento que la palabra o el gesto entrevisto depositó en un lugar recóndito bajo un cúmulo de lava movediza, aquella que un día, él también pondrá en palabras para de algún modo dignificar su propia pertenencia.
Los bares que habrá de frecuentar, los escasos clubes que cada vez concitan menos adhesión de los jóvenes serán escenarios donde uno oirá, por enésima vez quizás, el transcurrir de un anécdota que le relató un mayor, casi con las mismas palabras, como un disco rígido, o una lámina de acero que tiene una inscripción vetusta y que el paso de los años no lograron borrar, sino que lo hacen más evidente por cada minuto, o años o décadas que permanezca bajo un montón de cenizas frías. Y cuando suceden las reuniones aparecen estas historias, y en ellas o a través de ellas, digamos, se van tejiendo los anecdotarios tal vez apócrifos que engrosan ese magma lábil que empieza siendo una impresión y termina en una verdadera historia a relatar.
Pero cuando advienen ciertas mitologías, se bifurcan y ramifican en nombres que son sólo eso para la mayoría, no obstante la insistencia en aparecer los hace dueños de una carnadura propia. Y también habla del tiempo, que en sí mismo es todo un tema que da para seguir ensanchando el horizonte tal vez estrecho de la propia experiencia
Y de cualquier otra que exceda lo personal.
Generalmente recaen también (o digamos que es casi un lugar común) las charlas sobre cosechas y lluvias o faltas de lluvia o las alternativas dudosas cuando aparece la posibilidad o el temor del granizo, o el exceso de lluvia o lo que es casi peor, las sequías, es decir, la falta absoluta de agua.
Más enconadas suelen ser las discusiones políticas y aún las de fútbol que suele dividir a las familias y hasta hacen objeto de pesadas bromas a algún adversario.
Los más jóvenes emigran en masa al terminar sus estudios secundarios, pero regresan los fines de semana porque quedan sus familiares y amigos. Algunos lo harán para siempre, otros lo harán como la canción de Serrat: "Primero de mes en mes y luego de año a año y luego no lo harán nunca". Y luego pasan desde lejos a ser un acérrimo enamorado de ese lugar que alguna vez detestaron y al que un día juraron no volver.
Pero vuelven siempre, por lo menos con la imaginación, porque los años de la infancia son vitales, fundamentales en la vida de un ser humano, y porque alguna vez Saer mismo lo escribió: "la única patria a que puede aspirar alguien es la infancia". Y sobre todo si sigue apareciendo en los sueños con esos soles rodadores detrás de aquel monte de eucaliptos y robles, que nosotros perdimos para siempre, como el vuelo de aquella bandada de garzas moras que buscaron refugio en aquel atardecer que los años sepultaron.
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