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Jueves, 13 de noviembre de 2014

CONTRATAPA

Aprender a nadar

 Por Marcelo Britos

Si bien la sensibilidad es una reacción propia de los seres animados, ya que todo aquél que tiene un sistema nervioso puede sentir, en el caso del hombre y la mujer se entiende también ﷓como dice el diccionario de la Real Academia﷓ como la propensión natural del hombre a dejarse llevar por los afectos de humanidad y compasión.

Cuando se trata de un artista, no sólo activa esa empatía hacia otro o "lo otro", sino que además le urge ejercer una representación. El artista deja pasar por su cuerpo y por su mente esa angustia (o cualquiera sea la emoción que lo haya embargado), y la pulsión se devuelve al mundo como arte. Decir que un artista es sensible, es una redundancia.

Pero es posible que más allá de lo que imponga la condición humana, y en el caso de los artistas las reglas de la estética y hasta el propio talento, no todos puedan llevar adelante con éxito esa representación. Por la sencilla razón de que no todos somos capaces de poder entender el sufrimiento de los demás. Y eso no se adquiere con la sola existencia, con la simple y por todos compartida "propensión natural", sino con procesos más complejos vinculados a nuestra vida y a su génesis, a nuestras elecciones políticas, nuestros posicionamientos frente a la historia y frente a nuestro tiempo. Entender ese dolor y saber representarlo no invalida ni menoscaba tal o cual obra, ni tampoco el trabajo de otros. Se elige qué es lo que se quiere representar. Es una elección consciente y en muchos casos acompañada de la aceptación de responsabilidades que trascienden el arte mismo.

John Berger (Londres, 1926), es acaso uno de los ejemplos más cabales. Más allá de su enorme talento demostrado en cada una de las expresiones artísticas que decidió abordar ﷓es pintor, dibujante, crítico, ensayista, poeta, y escritor de ficción﷓, cada camino tomado fue en función de la necesidad de defender la dignidad humana o exaltarla. Y después de esa elección, toda su obra se orienta a eso, sea cual fuere el tema que desarrolla. Es como una tendencia que, a partir de su decisión real y consciente, será inconsciente en todo lo que haga. En su trilogía De sus fatigas, Berger habla de la relación del hombre y la tierra, en el contexto del avance de la economía urbana sobre la vida rural, historias de hombres y mujeres a través de las cuáles podemos entender una historia colectiva, una transformación fundamental para la sociedad europea. Pero no es sólo el relato, hay en él ﷓en el autor﷓ una habilidad para reconocer y luego transmitir el dolor ajeno de una manera dulce y nostálgica, a tal punto que, luego de leer sus textos, nos queda la experiencia de una huella poética, y a la vez optimista. Y esto lo comparte con otra artista, Isabel Coixet (Barcelona, 1960). No por nada están conectados, se admiran y se refieren de forma permanente en sus obras. En su última película, Ayer no termina nunca (2013), puede verse en el auto de uno de los protagonistas el libro de Berger Páginas de la herida. Le ha dedicado otras películas también. Pero escapando de lo anecdótico, lo significativo es que confluyen en esa concepción del mundo y del arte, esa forma de "sensibilidad" que permite leer el dolor y después poder representarlo de tal forma que nosotros, espectadores y lectores, también lo entendamos, arrullados en la poesía que encierra esa manera particular de mostrar la tristeza. Candela Peña y Javier Cámara son una ex pareja que ha perdido un hijo, y deben encontrarse para autorizar la remoción de los restos; en el cementerio se construirá un centro comercial. El chico murió de meningitis luego de esperar horas en una guardia, clara alusión al cierre de los centros de atención primaria en algunos estados españoles. Pero esa historia es en realidad la excusa (o metáfora), para hablar de la crisis en España. La película comienza con una serie de tomas de periódicos que aluden a la situación económica, recurso que pone de manifiesto, ya de entrada, la mirada del Coixet. Una nota del diario en donde está Messi recibiendo el balón de oro, cierra la secuencia, y queda ya la sensación de una denuncia velada sobre la frivolidad que rodea esta época de desamparo. El tema deja de ser el dolor de una pareja para mutar, como decíamos, en la metáfora de otro dolor, un dolor que es colectivo y a esa escala tan desesperante como la muerte de un hijo: la pérdida de la dignidad, del hogar, del futuro. La tragedia que abre la posibilidad de terminar con la vida misma.

En la consagrada La vida secreta de las palabras (2005), Hanna (Sarah Polley) es una enfermera hipoacúsica que ha estado en la guerra de los Balcanes, en donde ha sufrido experiencias atroces. En una plataforma petrolífera conoce a Josef (Tim Robbins), quien ha tenido un accidente y ha quedado temporalmente ciego. Hanna va a la plataforma a cuidarlo, porque su cuerpo está quemado. Ella sorda y él ciego. Hanna le relatará aquellos horrores de los que ha sido víctima. El primer logro de Coixet es transmitir la crudeza y la crueldad de la guerra en una breve narración, sin necesidad de recurrir a imágenes espectaculares ni maniqueísmos, recursos propios del cine de la industria cuando se refiere a lo bélico. El sufrimiento de un pueblo en la guerra parece indecible, imposible de dimensionar. En medio de una historia de amor, los personajes lo hacen posible.

Cuando se conocen Josef y Hanna, bromean con el hecho de que él trabaja en un lugar rodeado de agua, y no sabe nadar. Le tomado miedo cuando su padre, siendo él niño, lo empujó a la profundidad para que aprendiera. Es el pie de un final maravilloso, cuando Josef va a buscarla y ella le dice que no pueden estar juntos, porque teme algún día comenzar a llorar, y llorar tanto que termine por inundar la habitación y ahogar a los dos, a lo que él responde: "aprenderé a nadar". Acaso se trata de la metáfora que condensa el magma mismo de la película, el núcleo alrededor del cual gira la historia y lo que se pretende contar, decidirnos a entender el dolor de los demás más allá de nuestro propio dolor. Aprender a hacerlo sólo por el otro, y comprender que en definitiva lo terminamos haciendo por nosotros mismos. Tan simple, tan esencial. Y quizá considerarlo ingenuo, sea sólo otra forma de no renunciar a nuestro egoísmo.

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