Viernes, 21 de noviembre de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
En aquellos tiempos el pueblo no sólo estaba dividido por las vías del tren, sino por los altos hinojales que crecían en ese perímetro que abarcaba casi todo el centro del pueblo y que era llamado (y lo era): terreno del Ferrocarril. Motivo por el cual crecían los hinojos hasta cubrir la estatura de un ser humano, por más alto que fuera.
El cruce "al otro lado" como se llamaba al de las vías era cubierto por tres pasos a nivel. Pero la gente armaba por otros lugares sinuosos senderitos para no caminar tanto.
Había, sí, al centro un camino abierto que iba desde la Estación del Ferrocarril hasta la cerealera de la familia Sáenz de Arregui y la farmacia del Negro Peñaloza.
No se podían cortar esos yuyos, la Comuna no tenía ingerencia y menos la Provincia.
Eran terrenos fiscales, como se les llamaba. Luego cuando la Nación se desentendió por una decisión política de todos ellos se armó un hermoso parque que aprovechan sobre todo los muy jóvenes y los jóvenes. Pero el precio fue altísimo: desde 1975 dejó de pasar el tren de pasajeros que hacía el trayecto RosarioRío Cuarto y viceversa.
Ahora, alguna formación de carga cruza el pueblo y con su pitar agónico en la alta noche nos llena a los más grandes de una nostalgia acumulada como una pátina oscura de pintura superpuesta en una superficie de madera muerta.
Esta somera y melancólica descripción surge de una charla con mi amigo Pepe Donati, quien vivía "del otro lado" y me dice que se cruzaba los domingos hasta nuestro Club que tenía un cine en la esquina, llamado La Perla, fundado por don José Sorribas, natural de Beravebú. Era para las gloriosas matinés donde el muchachito salvaba a la chica de las garras del malvado antes del the end consabido. Yo también era habitué a esas funciones de cine, a esas películas de las cuatro de la tarde.
Ese cine fue posteriormente comprado por el Club Huracán, pero el edificio --"pintado de color cremita" precisa mi amigo Pepe--, fue demolido en la década del sesenta para levantar una sala de teatro más monumental y ostentosa. Tanto que cierta vez fue visita en una gira nada menos que don Atahualpa Yupanqui. Era el año 1965. Yo ya vivía en Rosario pero de casualidad estaba de visita en mi casa paterna, y obviamente fui al espectáculo. En el intervalo fue al bar a tomarse un vasito de vino. Aprovechando que estaba solo, con mi amigo Tago Sánchez nos arrimamos para pedirle que nos firmara una foto que allí mismo habíamos comprado y que era la de don Ata en un cartón ordinario.
Ante nuestra sorpresa, nos dijo muy amablemente
--Después muchachos, después. Pero ese "después" no vino nunca.
Tago tenía 17 años y yo 19.
Cuando apuró el último traguito que le quedaba del vaso, y antes de volverse para seguir el espectáculo, nos dijo.
--Qué lindo teatro ¡Deberían cerrar todos los de los pueblos vecinos y deberían usar sólo este. Creo que lo dijo con sinceridad y no para quedar bien con nosotros.
Imposible saber o asegurar cuántos grandes artistas lo visitaron por aquellos años y en toda la historia del Teatro. Son datos que a mí se me escapan, porque yo ya no estaba el pueblo.
Hoy resulta casi un escándalo comentar el movimiento que tenían aquellos clubes populares de los pueblos, los jóvenes que nos escuchan no sé si llegan a dimensionarlo, siquiera a creer en nuestras palabras que repiten sólo la mera y exclusiva verdad.
La realidad es que el mundo era infinitamente más inocente que ahora, esa inocencia que se perdió para siempre, aquel mundo de pasiones módicas y de sueños que se podían cumplir porque no tenían demasiadas aspiraciones, y tal vez cabían en una sola noche donde uno, adolescente, soñaba con una artista lejana, tan lejana, tan inalcanzable que uno se podía permitir enamorarse hasta el delirio y que ese nombre no le sería suspirado ni siquiera a la almohada. Mucho menos comentar entre los amigos que se podían burlar de aquello que para uno guardaba como un secreto de estado.
Y seguramente todo ese sueño salía de esa pequeña pantalla en blanco y negro que regalaba ilusiones apenas el operador apagaba las luces y ese rectángulo luminoso se llenara con los ojos inmensos de la actriz de turno, que a partir de esos momentos y hasta que la cambiáramos por otra, nos iba a quitar todos los suspiros. Es más, iba a transformarnos de tal modo que uno podría hasta tratar de sobresalir en la escuela, cosa que casi siempre nos tenía sin cuidado.
Claro que no éramos conscientes que el verdadero dolor nos esperaba, no muy lejos tal vez de allí, cuando el objeto de nuestro deseo fuera real, de carne y hueso, pero mientras ignoráramos el dolor que nos esperaba, bien podíamos soñar con esa bella actriz, que era la más bella del mundo y que nos sonreía desde esa pequeña pantalla del cine La Perla.
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