rosario

Miércoles, 24 de diciembre de 2014

CONTRATAPA

I'm just sitting here

 Por Ezequiel Vázquez Grosso

I

En el año 1980 un hombre deambula a través de la ciudad ombligo. Ombligo, con todas las letras que eso implica. No pupo. Nada de pupos. Ombligo, con todas las fuerzas que tienen los ombligos, con todas las fuerzas de que son capaces en el sentido de los griegos, es decir, sin que nadie se resfríe por nombrar a los griegos, omphalos, lugar donde Zeus decidió arrojar una piedra y aposentar el centro de la tierra. Por lo que se ve, este hombre que camina por el centro del mundo, que por supuesto no es más Grecia (pero siempre es Grecia) y todos podemos imaginar dónde será (aunque en la década del ochenta, al principio y no al final, estaba el asunto un tanto en disputa), tiene en su mano un libro, que sostiene con cierta precaución. Con cierta simpatía adolescente. Si bien hoy día no hay nada más legitimante que andar por la vida con un libro entre las manos, ay, los estudiosos, hubo otras épocas en que un libro podía llegar a ser un agobiante tránsito a la tortura. No es que la imbecilidad de algunos gobernantes se agotara. Parece, más bien, que los libros ya no incendian el alma de nadie.

El hombre tiene veinticinco años y bien podría ser un fanático desarraigado de StarWars como el accionista principal de una compañía de hamburguesas. Eso, si creemos que un accionista come hamburguesas, si no creemos que, en verdad, come poca ensalada y mucha cocaína. Es medio rubio. Castaño. Usa lentes. Es decir: no ve bien, no ve lo que hay que ver, no ve lo que se necesita ver, no ve todo lo monstruoso que hay que ver. Si Lombroso hubiese visto a este hombre probablemente se hubiese preocupado: es gordito, y los gorditos son siempre sospechosos. Eso, si Lombroso hubiese vivido en la década del ochenta y hubiese tenido una oficina en la Escuela de Chicago. Si no, seguro, ya se encargaron de decírselo la sociedad en general y las publicidades en particular: gordito, gordinflón. Si hubiese nacido en Argentina, sería arquero. Si hubiese nacido en Australia o Panamá no se sabe. En Norteamérica, quizá, sueñe con ser el novio de una porrista. Como todo desajustado social, diría Lombroso (o cualquiera), quiere ser un héroe. El piensa no tener las agallas. Pero sí que las tiene.

El hombre, el tipo, el guy, el gordinflón, el, por sobre todas las cosas, fanático, se queda esperando en una esquina, como quien no quiere la cosa. Nadie sabe qué espera. ¿Espera algo? ¿Puede esperar algo? ¿La guerra de Vietnam no ha acabado ya? Sin que nadie lo notara, pues, de hecho, nadie lo notó, este libro que parecía tan amistoso se da vuelta como una media. Como una muñeca a la que de repente le nace una vagina y se hace mujer. Y es que ese librito casi invisible aparece acompañado de esa aliada indestructible, esa aliada que tiene la misma fuerza tanto para fundar imperios como para desterrar fantasías, está acompañado, es decir, de un arma.

Si la condición de lo simétrico es que al reflejarse en un espejo no se ve alterada su sustancia, mucho de eso se va a pensar en los periódicos al otro día, durante todo el transcurso del año. El arma, parece ser, fue el reflejo imperturbable del libro. Del libro arma. Entonces es que el ruido mohoso de la ciudad se quiebra. El tipo que parecía no esperar nada algo esperaba. La ciudad que parecía no esperar nada algo esperaba. El diariero de la esquina, de bigotes flacos y distantes, la mujer que pasea con su cochecito, lo oyen. Es decir, los oyen.

Son cinco disparos.

II

A unos kilómetros de distancia, no se escuchan esas rupturas en el aire. Se escuchan otras cosas, por supuesto. Se escucha una vecina, que prueba su nueva licuadora. El ruido es tremendo. Se escucha un niño que juega, que anda en triciclo, que se raspa, que se ríe, que es determinantemente rubio. ¿Qué hace un niño jugando a esas horas de la noche? Los diarios de la ciudad saben, claro que saben, que, desde hace tiempo, un hombre está encerrado en alguna de sus casas. El tipo, parece ser, se manicomiza solo. No quiere dar entrevistas, no quiere que le tomen fotos. Denuncia, como un vecino amargado que desprecia el carnaval, a cualquiera que quiera acercársele. Eso le da fama, por supuesto. Ombligo ciudad. Ombligo hombre. Raíces del mismo género.

De él no podemos decir mucho porque serían todas mentiras. Tampoco podemos verlo porque pocos lo han visto. Podemos imaginarlo, claro está, sentado en su jardín. Si es que tuvo jardín. Si es que tuvo ganas de sentarse. Quizá no hizo otra cosa más que pasarse todo este tiempo caminando, de una pared a otra de la casa, o con un bigote, escondido, yendo al supermercado y comprando un kilo de naranjas. Quizá, siquiera, está en la ciudad que suponemos. El hombre se ha enquistado con el mundo y bien se ha encargado de hacérnoslo saber. Aquél hombre que escribió en el New Yorker, en el mismo New Yorker donde escribió Capote, el mismo que, una vez, vio nacer a Fitzgerald. Una magia. Ahora, nadie sabe. Hace años que se encierra y nadie sabe de qué escapa.

¿El sabe de qué escapa?

Aquel hombre juega con su Zaratustra. Juega con su niño. Con su triciclo. Take a tripsomewherefar, faraway.

Quizás, nadie puede saberlo, leyó aquel bello cuento en que un hombre deja a su mujer y se escapa de su casa para vivir por años a dos manzanas de distancia, hasta que un día, como si nada, vuelve, acaricia al perro, pone pan en la tostadora. Quizás, leyó aquél cuento. Quizás, vive a dos manzanas de sí mismo. Quién sabe. Quién puede saberlo. Sentado en su jardín, una mosca se le posa en el brazo y él no hace otra cosa más que quedársela mirando. Ya sabe que los pinchazos de los mosquitos no se soportan. Pero esa trompa succionadora que tienen las moscas le resulta indescifrable. Los periodistas, piensa, son como moscas, mosquitos, que vienen a succionarle a uno vaya a saber qué cosa (escándalos, seguro) y no hacen más que dejar un leve y molesto zumbido. No los soporta.

Sin embargo, las moscas habitan el mundo. Por fuera de la casa ombligo el mundo se mueve. Y cuánto. Qué iba a saber él mismo, el maestro, que a unos pocos kilómetros de distancia un hombre iba a estar empuñando un arma en su nombre. Un arma espejo.

Cinco disparos se escuchan entonces. En la boca de un tele.

III

Las carreteras que salen desde Hollywood son un tanto sinuosas. No en su contextura física sino, más bien, en su sentido. La ciudad se encuentra infectada desde hace añares y todo no parece más que un patético velorio de payasos. Un jaguar amarillo, bella representación anémica de aquél tiempo, transporta a otro que supo ser escritor. Si bien es mucho mejor estarse tomando un Martini con una secretaria de piernas flacas, en vez de manejar unos cuántos kilómetros cada fin de semana para visitar a su hermano en aquel espanto de encierro (cuánto mejor era Pencey), él siente que tiene que hacerlo. No lo hace porque quiera. Sino porque se debe.

Decir que el hermano está encerrado sería conjeturar porque en verdad no lo sabemos. Solo lo creemos. Lo creemos, al menos, por lo que él mismo nos ha contado. La Guerra, la Segunda, la gigante, ha acabado hace poco. Sin embargo, todavía se huele, como un huevo podrido extraviado entre los huevos de oro. Como un huevo de oro extraviado entre los huevos podridos. Antes de las guerras, después de las guerras, está plagado de estos locos. Dicen que el mundo se acaba o que está maldito. Pero el mundo, justamente, funciona porque siempre se acaba y siempre está maldito.

Este tal Holden, el loco, ha pensado en suicidarse, cientos de veces. No es que lo haya dominado la cobardía. Nada de eso. El mismo lo expresa, a su modo: nada de tirarse de los balcones, nada de dejar un cuerpo arrojado, nada de la imbecilidad de la gente que termina por mirarlo a uno hecho un cristo después de haberse matado.

¿Cuál es la locura que padece?

Creerse personaje de un libro. Creerse una suerte de mesías. Una suerte de anticristo en un mundo plagado de anticristos. El, que se cree protagonista de una novela, él, que le encanta actuar, es el protagonista, justamente, de una novela que un hombre tiene en la mano. La mano libro. El libro arma.

Esta vez, no se escuchan cinco disparos.

Se sienten.

IV

Después del espasmo M.D. Chapman se sienta al borde del cordón y hace lo que tiene que hacer: lee. Este joven que parece ser tan inadaptado, que acaba de quitarle la vida a un tipo y, con él, a toda una generación, espera como es debido. Como se espera en las salas de espera. Lee, sin queja alguna, imperturbable. Casi abstraído. Como un pororó extraviado en una sala de cine.

Cuando la policía llega así lo encuentran: leyendo. I'm just sitting here. I'm just sitting here watching the wheels go round and round.

Después, en el juicio, vuelve a sacar el libro, busca algunas páginas, busca la parte que, para muchos, es la mejor, aunque, la mejor, puede ser cualquier otra. Está fascinado. Fanatizado. Lombroso.

Nunca sabremos si fue montado por la CIA. Nunca lo sabremos. Mentira. Quizás sí. Depende de los snowdens que cultive el imperio.

Lo importante, para el caso, es que el hombre se para. Y en medio del jurado, sin despecho alguno - casi que sin ganas- toma el libro, el monstruosito, el imperturbable. Como si sujetara un condón en estado líquido lo agarra y lo abre. Como si sujetara un almanaque apuntando una cita lo abre y subraya. Toma el libro. Es decir, el libro lo toma. Y lee:

"Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura".

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