Viernes, 26 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Jorge Isaías
La línea de árboles comenzaba en la casa de doña Leonida Lencioni y terminaba en la otra esquina, donde vivía el mudo Alessi con su mujer y eran unos siempre verdes macizos, con su frondosa copa, donde iba todos los atardeceres a dormir un ejército bullicioso de gorriones. En esa hora crepuscular, mudándose en sombras, nos arrimábamos con nuestras hondas asesinas, y agazapándonos apenas, hacíamos puntería sobre los pobres gorriones indefensos y ya entregados al sueño.
Esa imagen siempre me vuelve, retorna en el devenir de los días donde uno produjo eso que muchas veces no tiene sino la justificación de la inconciencia de la niñez y la culpa tardía.
Los árboles eran suficientemente bajos, incluso para nuestra altura, lo cual hacía que la tarea de mortandad fuera eficaz, aunque al poco tiempo comenzaban a alborotarse y la huída era una dispersión hacia otros refugios más seguros.
¿Qué otras casas había sobre esa vereda en los más que tranquilos años sobre la ancha calle de tierra? ¿El Negro Gúbero, Falconeri, Díaz con sus respectivas familias y el Chacona Molina con su soltería impenitente?
Lo cierto es que esa cuadra, que completaban los vecinos de la vereda de enfrente: don Manolo González y su esposa, doña Clara, la familia del Pelado Míguez, los Aimetti, los Campos y don Clemente Gerlo y su mujer doña Marianna, constituyen un fresco, un núcleo duro del barrio y que siempre remite a los atardeceres que traían el bullicio de los gorriones y el desbande y nuestra inocencia prendida en ese lugar arrasado y lejos de aquella pampa solitaria cruzada por los caminos y los pájaros.
Con los años vinieron otros árboles, otros pájaros, otros atardeceres. Ninguno seguramente como aquellos, donde un grupo de niños pobremente vestidos, ya casi al final del día, cuando el silbido paterno llamaría al recogimiento, la cena temprana, el ronroneo del gato que duerme sobre la silla de paja y el perro durmiendo bajo la galería, sobre una bolsa de arpillera, porque debe guardar la casa, siempre decía mi padre.
Arnaldo Calveyra escribió para siempre: "Del poder del olvido no te olvides".
Eso trato de hacer en todo este tiempo, en esta larga vida que llevo sobre la esplendorosa corteza terrestre.
Es decir, un lugar inhóspito que debemos aprender a convertir en algo que valga la pena, según expresión de Paco Urondo, porque en la vida es mejor no estar triste, no sirve, dice mi amiga Angélica Gorodischer, y tiene razón y apenas uno se encuentra con algún amigo de la infancia salta como esquirla bajo el sol el recuerdo agigantado
Por esa parva de años que separan esa anécdota con la atención que cada uno le dedica, como es obvio no coincidiendo nunca, porque como sabemos, la memoria es siempre arbitraria y selectiva en cada ser humano, como si fuera una condición necesaria donde persiste la percepción y la mirada que hay siempre sobre ella, porque por algún motivo desconocido, tal vez, uno la ubicó en ese rincón donde un magma oscuro la protege del paso de los tiempos, y hasta se permite modificarla, a tal grado que cada repetición le introduce un matiz nuevo. Es muy raro que un solo hecho se siga repitiendo inalterablemente todo el tiempo.
Y las anécdotas sobre el perfil de ciertas personas o hechos que ellas produjeron, incluso frente a testigos, son difíciles de probar, pero siempre dan una idea que el imaginario de sus contemporáneos le concedió. Uno puede afirmar, sin temor a equivocarse, que la expresión "pintado de cuerpo entero" es muy plausible. Como la anécdota de Ciorán sobre la última clase de flauta de Sócrates, que es de todos conocida, pero también imposible de probar.
Porque creo que anécdota y recuerdo van indisolublemente unidos, como el látigo en la piel del caballo, o la cáscara pelusienta que tenían los duraznos en la quinta de don Clemente Gerlo, cuando el mundo recién asomaba, el sol era muy nuevo y la libertad que gozábamos nunca más nos alcanzaría tan plena, tan de lleno como el viento cuando venía del Sur empujando nubes que desflecaron para siempre.
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