Jueves, 5 de febrero de 2015 | Hoy
Por Pablo Suárez
Cuando empecé a estudiar historia pensaba en el presente y en el futuro; creía que era una elección orientada por el compromiso ideológico o social. Pero enseguida me di cuenta de que elegí historia porque me gusta el pasado. Es así, debo asumirlo. Pero no MI pasado, sino EL pasado.
Creo que a todos nos habla el pasado. A todos nos habita. El asunto es ver qué hacemos con eso. Para donde lo llevamos, o para donde nos lleva.
A mí, --demasiado frecuentemente- el pasado me habla mucho. Y lo hace con palabras conocidas, sobre temas que creo conocer. Me genera un estado de comodidad, de confort; siento que estoy "en tema". A veces me habla mucho, me embalurda, no me orienta, me hace ir tras de sus pasos y al igual que los grillos traidores de la noche, cuando nos acercamos para verlo y proceder en consecuencia (hay gente que los mata, yo me inclino más por sacarlos) se calla, se esconde en la oscuridad esperando que nos alejemos, para volver luego a su música que deja de ser encantadora para convertirse en el tormento de quien anda con mal dormir.
Creo que gran parte del triunfo de las estrategias de alienación radica
ahí, en matarnos la voz del pasado, en hacer que desconozcamos ese idioma, que digamos "sé que está hablando con alguien, pero creo que no es conmigo".
Aprovechando mis vacaciones, armé un viaje al norte de Santa Fe. A lo que fue hace años el imperio de "La forestal". Desde allí el pasado me llamaba hacía mucho tiempo. Y lo hacía con esas palabras que yo creía conocer: con las palabras de la música, las del sufrimiento de los explotados - aprendido en una familia de izquierdas- , con las que estaban en los libros de Gori, de Bayer, la película "Quebracho".
Efectivamente allí estaba el pasado.
Hace más de 100 años, La Forestal construyó pueblos en lo que sería un
inmenso monte de quebracho de más de un millón de hectáreas. Si tenemos en cuenta que una parte de aquellas casas todavía están en pie, podemos
suponer que la compañía ya sabía que los recursos del monte iban a ser
duraderos. No eran tiendas de campaña, ni meras estructuras extractivas,
eran complejos industriales y habitacionales que en cualquier ciudad
rioplatense serían consideradas patrimoniales. Está clarísimo que allí no vivían los hacheros: el tiempo ha jugado esta vez (como siempre) para los que ganan, dejando la simpática idea de que todas las casas eran así, lindas, pintorescas, con estilo. El pasado se calla al respecto, como el grillo ese del que les hablé.
Pero cuando el viajero llega, el pasado se materializa. Porque no estamos hablando de un museo, ni de pueblos fantasmas. Tampoco es un fantasma La Forestal. La "Compañía" es una inmensa planta industrial vacía, una gigantesca chimenea (65 metros, casi los 68 que mide el Obelisco porteño) que se ve desde muy lejos, representa a la mano que construyó todo eso. Es uno de esos lugares en los que el pasado nos habla tanto que nos aturde. De alguna manera, esos pueblos son hijos de la compañía y - como pasa siempre con los padres- hay algo muy fuerte en esa filiación. De hecho se llaman pueblos "forestales" como si en el adjetivo se denotara algo más que una descripción, quiero decir: un apellido. Pero a su vez, está instalado - y muy razonablemente- que La Forestal es un modelo de cierto tipo de negocio que está cargado de negatividad para muchos de nosotros. Porque está claro que ese imperio se construyó sobre grandes negociados, corrupciones, complicidades con las autoridades gubernamentales para los grandes trazos y con las autoridades pequeñas (policías, jueces, etc) para llevar adelante el infierno que para los obreros significó trabajar en La Forestal.
Entonces, así llegamos yo y la voz del pasado que me habla a estos hermosos pueblos, para encontrarnos con historias ya vividas, con una generación que está orgullosa de ser sobreviviente y otra que simplemente vive allí, escuchando ese pasado que habla desde esas casas, pero a veces, sin responder a su llamado. Quizás le habla en otro idioma, quizás no quiere escucharlo, quizás fui quien estuvo ensordecido por las chicharras.
En el viejo club de empleados donde alguna vez hubo una pileta, cancha de bochas, escenario, salón de reuniones y buffet, hoy sólo existe la desolada amabilidad de quienes lo habitan. Unas cuadras más allá, el centro de la plaza con el clásico formato de los pueblos de antes (pero en este caso con unidad de estilo, delatando la simultaneidad de la construcción): escuela, iglesia, comisaría, correo, comuna, más o menos como siempre. El hospital un poco más alejado, y superando con sus tejas las chapas de algunas otras edificaciones. Evidentemente, las instituciones oficiales resistieron mejor que las de los vecinos el paso del tiempo y puede vérselas renovadas e incluso en obras en pleno enero.
Pero el tema es que al comenzar mi recorrido me vi en un desafío constante contra mi propia estupidez - rival que tardé en identificar- por ver cuándo aparecería otra casa más vieja, o más grande, o mejor conservada o más igual a sí misma en el día de su estreno. Absurdo ¿qué esperaba? ¿la invención de Morel? ¿ver la vida de esa comunidad hace 100 años? ¿o quizás una pancarta de la fórmula "Menchaca Caballero"?
Hasta que vi el cajero automático.
Frente a la mole de la vieja fábrica y ante la vigilancia de la chimenea se levanta la - menos imponente, por cierto- cabina del cajero automático de un banco que no es el banco oficial de la provincia. Es un banco chino. Y china es también la empresa que aparentemente hará una inversión millonaria para levantar una planta de biomasa, convirtiendo en energía los árboles - ya no quebrachos, claro está- que crecen en la región.
En ese momento miré a los ojos a mi relato del pasado. Levantó las cejas, apretó los labios, encogió los hombros, abrió las manos. Giró y se fue caminando, esfumándose en la calle y en el presente.
Se disolvió el fantasma. El viejo topo aparece de nuevo, esta vez acá, tan lejos de todo, en el viejo quebrachal.
Y queda la duda flotando en el almacén de Ramos Generales de la nueva empresa, ¿tendrán monedas para el cambio?
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