Lunes, 9 de febrero de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
Rosario, prácticamente, no cuenta con diagonales. Su trazado es fácil, cuadrado, bien español. No sorprende con imprevistos cambios de nombres sobre una misma arteria, y su numeración crece mansamente desde el río buscando el oeste, y de norte a sur. Desde siempre tuve alma de cadete. Repartí diarios, flores y viandas en una bicicleta pesada como el rencor. Asociaba la denominación de sus calles con nombres de ciudades, departamentos, provincias y próceres que me enseñaban en la escuela. Recuerdo un diálogo con mi padre quien intentó mediante un chiste repetido, ayudarme a memorizarlas.
-"Es fácil aprenderlas, todos los héroes tuvieron nombre de calle".
-"Todos fueron héroes, viejo?
-"Algunos, tenés toda la vida para averiguarlo, pero si debo escoger prefiero las Marías y los Juanes, los anónimos, los que estamos aquí abajo aguantando el sistema, pero sería una denominación demasiado larga para una avenida".
Todos los apellidos correspondían a personas del sexo masculino. En mi barrio estaba la excepción que confirmaba la regla, una tal Mujica, Vera. El inconsciente colectivo de los sesenta se encargó de juntar nombre y apellido en una sola palabra, acentuarlo en forma esdrújula y tal vez imaginarse a un adelantado, almirante o general de nombre Veramújica. En mis primeras excursiones en el micro de la empresa Nueve de Julio rumbo al balneario La Florida, escuché distintos puntos de referencia para llegar a la playa con facilidad, mojones como la Gallo, la Puccio o la Rechea. Entre risas se encargaron de aclararme la confusión, las dos primeras se trataban de sendas bajadas desde la barranca hasta la costanera, y la tercera se refería al funcionario de la provincia Pedro Tomás de Larrechea. No había dudas, no existían heroínas. Mi ciudad sólo conmemoraba un pasado de hombres, como únicos hacedores de una historia oficial. Resultado de mi suerte en un sorteo de la Lotería Nacional, el número 427, el certificado de apto para todo servicio y mis dos metros de altura fueron determinantes para mi ingreso al Regimiento de Granaderos. Tres horas inmóviles cuidando la tumba del General San Martín en la Catedral. Dos horas de guardia por seis de descanso en las entradas a la Casa Rosada. En las guardias sobre el ingreso por calle Rivadavia, saludo uno, saludo dos y acompañamiento hasta el ascensor a un presidente de facto. Imposible no preguntarme en aquel momento si algún bulevar en el futuro llevaría el nombre de semejante genocida. Con traje de gala apostado sobre calle Balcarce, mirando la nada, acostumbrado a las bromas de ciertos colegiales y a las fotos de algunos turistas, un día divisé al enemigo sobre la Plaza de Mayo. No avanzaba a paso redoblado ni portaba un rojo pabellón desplegado al viento. Su marcha era lenta pero firme, su bandera un pañal, las armas, sus voces, no eran hombres, eran mujeres. El ejército de locas giraba en círculos. Parecía no avanzar, pero la historia maneja otros tiempos. Con ellas aprendí todo sobre héroes. Su marcha provocaba silencios, movían fibras íntimas, respondían preguntas milenarias, lanzaban olas de dignidad y esperanza. Me pasé la vida rodando calles. Hoy transito despacio el empedrado de un nuevo barrio de mi ciudad. Marcho orgulloso por la acera citada como Madres de Plaza de Mayo. Como no podía ser de otra manera, la calle empieza o termina, según el sentido con el que se la recorra, en un balcón al gran río. El Paraná es para los rosarinos el referente que nos devuelve a la vida, que nos cobija y protege en tiempos de zozobra, de la misma forma que el heroico pañuelo blanco nos cubre a millones de anónimos que luchamos por memoria, verdad y justicia.
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