Miércoles, 11 de marzo de 2015 | Hoy
Por Ezequiel Vazquez Grosso
Te escribo a vos, niña, que me mira a través de los espejados vidrios de la pantalla. Nunca nos hemos conocido y sin embargo sé que estás ahí, muerta de ansiedad porque alguien venga a darle un sentido a todo esto. Como aquellas inglesas valientes y palaciegas de las novelas de Brizuela, estás enfrentando mares y tormentos, buscando el nombre, la inútil palabra que ambicione el nombre de tu destino. Mentiría si dijera que me sé cada una de las letras de tus desencantos: como si las enciclopedias no viniesen en volúmenes, como si los volúmenes no tuvieran alteraciones apócrifas y falsos prestidigitadores. Pero mentiría, también, si no dijera que conozco algunas de tus endechas, algunas de tus enredadas miserias, porque también las vivo a diario con cierto desengaño y donosura, porque también soy parte de este mecanismo milagroso que llamamos vida.
Qué tema, no sé porqué te nombro a Brizuela si todavía no has leído ninguna de sus novelas, si hoy día, especialmente hoy, no quiero hablar de Grisóstomo, no quiero pensar en Edmund Burke ni en Flemming. Hoy no quiero hundirme en las maniobras enhiestas de la eternidad y sus inútiles percances. En esos ojos sofisticados que especulan con el peso de lo dicho y la sutil y meditada sintaxis empresaria. Hoy quiero hablar de cosas más importantes. De esos gestos que andan como pichones perdidos buscando su escafandra. De esos grititos que se nos resbalan en medio de la vereda y como un barquito de papel se mojan, escabullen y pierden hasta el fondo de las cloacas.
Desde ya te digo, niña: escribir es como prostituirse; una vez que el trabajo se acaba uno no quiere otra cosa más que echarse al pasto y no estar pensando en absolutamente nada; pero siempre viene algún degenerado a tocarte el culo y preguntarte sobre elecciones presidenciales en Nueva Guinea o el último libro que sacó no sé qué pajarillo de la última vanguardia iluminista y entonces todo vuelve a ser recomendaciones; todo se mezcla en una serie interminable de contrapesos y explicaciones absurdas sobre el arte y sus detractores, sobre alí babá y sus setecientos ladrones. Pero hoy, niña, no quiero hablarte de esas cosas. Hoy sólo estamos vos y yo, un pájaro que pasa volando, y tu sonrisa que se abre, con una timidez infinita.
Hoy quiero decirte que te entiendo. Yo, que estoy desde este otro extremo del mundo, te entiendo. Como varios de nosotros estás aburrida: todos estamos aburridos. Esta época que viene calibrando sus maravillas, esta época en que pareciera que pasando la tarjeta de crédito todo se soluciona, de algún modo u otro va a terminar por hartarnos. Desde que un par de labios en sintonía siamesa no significan ningún tipo de convenio, los hombres y mujeres venimos siendo cada vez más cobardes. Y el malestar se huele, por detrás de tanta iluminaria burbujita, algo como los pelos de un animal mítico, desaforado y bestial se va adhiriendo a la más blanca y planchada de nuestras sábanas. Todo esto pareciera marcar un estilo: la variedad aparece tan al alcance de la mano que agarrar algo entre los cinco mugrosos dedos y decir, puta, vale la pena, parece una injuria monstruosa, casi que una mala educación. Ay, niña ¿cuántas aplicaciones de celular bajaste el último mes?
A decir verdad, la gente anda con un miedo tremendo. Vos te diste cuenta. Muchos de nosotros nos dimos cuenta. Pareciera que todos van al frente del pelotón, encargándose de juntar fusilados en la mochila, justificándose por sus moribundas entonaciones. Para colmo en las ciudades ya no se escuchan buenas historias. Antes sí que sucedía, en cualquier esquina un vagabundo se levantaba la remera y mostrándote cómo le cosieron cuatro puñaladas, ¡zas!, te cambiaba la vida para siempre. Ahora la gente anda lloriqueando, o estando muy feliz, que en el marco del patetismo da igual. Las historias espantosas siguen sucediendo, claro que suceden. Pero hay un mutismo generacional que empacha todo como un avestruz enorme atragantándose con los más sagrados y desconformes de sus huevos. ¿No ves, niña, que siquiera vos y yo podemos hablar? ¿Dónde va a acabar todo esto?
Verás que, como todo el mundo, tengo en mi haber sentimental amigos de todo tipo: herederos de grandes fortunas, que se pasean en bata y preocupados por su casa; amigas decentes, bien habladoras, con el reloj atado a las pupilas, futuras diputadas; también algún que otro fabricante de anfetaminas, ruidosos y electrizados, jugándose el pellejo a diario por un poco más de diversión; hombres y mujeres honestas y bellas que todavía creen en los hitos de la revolución; periodistas exitosas con aires neoyorkinos, de buen calzado y excelente talante; algunos otros que han apostado todo, todo lo han perdido, y no hacen más que deambular por las calles reencontrando sus despojos; psicoanalistas que leen en francés y con el índice se acarician el centro de los anteojos; truhanes de medio pelo, capaces de sacar a bailar a las mujeres más lindas del salón, merecedores definitivos de los brillos de la noche y sus encantos; académicos impostados, que leen Joyce a escondidas, que sueñan con mujeres platinadas, con mujeres de tacos finos y cortantes. Y si hay algo que los une, más allá de una obsesión que los persigue, algo enorme e innombrable que les quita el sueño y los hace no parar, es como una suerte de desenamoramiento, la oculta certidumbre de que hay algo que se ha perdido para siempre.
Hoy más que nunca hay que juntar las fuerzas y decirlo: el mundo en el que vivimos es un mundo en el que todo puede ser cambiado mientras dejemos todo tal cual está. Entiendo que suena espantoso y cruel; pero no por eso deja de ser palpable y sinceramente real. Sin embargo, lo más siniestro que hay en todo esto es que nadie puede, con un cierto destello de sinceridad, decir lo que siente. Si nos la pasamos bomba todo el tiempo, si las preocupaciones y desmanes han ido a parar a los reductos de la lotería, ¿por qué iríamos a estar mal? ¿Acaso ya no han inventado pastillas, objetos último modelo, eventos alucinantes para soportar todo esto?
Que el futuro es incierto es una certeza que secretamente nos desconcierta a todos. Sabemos, tenemos la absoluta certeza que habrá cada vez mejores definiciones televisivas, más variadas y musculosas bebidas gasificadas, nuevos y enredados modos de comunicarnos, espectáculos supra lunares que invitan a la envidia y al despilfarro. Pero el resto de las cosas, ¿hacia dónde se dirigen? ¿Qué lugar ocupamos en esta multiforme y agotadora máquina de la felicidad? ¿Alguien puede decirnos de una vez por todas para qué carajo necesitamos cada vez más elocuentes y sofisticados sostenes del divertimento?
Yo te entiendo. Yo, que escribo desde un lugar incierto y prolongado del mundo, te entiendo. Estás cansada. Estás harta del trabajo. Sonreís por la larga pasarela de la impropiedad y por dentro no das más. Por momentos sentís que el movimiento de las cosas crece como un gusano que se alimenta de tu propia alegría sólo para aceitar un poco más los engranajes de este tremendo y gigantesco baile en que se ha transformado el mundo. Por momentos (lo sé, me pasa) te sentís triste y vencida, lloriqueando en el peor lugar de la casa, no queriendo despegarte de la cama o tu felino favorito, como si sostenerse de alguna tangibilidad mundana pudiera reportar algún bienestar que merezca las ponderaciones del hallazgo.
Entonces déjame, esta vez, déjame decirte algunas cosas. Encuentra un hombre que te ame, que respete tus vicios y obsesiones, tus sueños más procaces. Descontrólate: exige ser amada. Deja de invertir tiempo en el humo y los entuertos de la noche, en hombres a los que tu mirada o la de cualquiera lo mismo da. Encuéntralo: despedácense juntos los cuerpos, tritúrense las vestiduras, atorníllense las corazonadas. No dejes de lado tus niñerías ni tus desmanes ni tus dulces e inesperados estragos. Respeta al otro, pero no adulteres tus extravagancias, tus singularidades como mujer, tus apuestas profesionales. Sé consciente: el problema no está en aquello que no te quiere, sino en por qué te parapetas en aquello que no te adora. Y sobre todas las cosas, no le des importancia a esta voz, a esta tremenda y silenciosa voz. Vivimos en un mundo multiplicado de voces, y lo imprescindible es cerrar la computadora, acallar los celulares, clausurar los diarios y notificaciones. Probar, por un momento probar. La máquina de la alegría seguirá funcionando. Podrás volver cuando quieras. Pero busca lo imprescindible; atrévete a lo imposible. En pocas palabras: atosígate de amor.
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