Lunes, 16 de marzo de 2015 | Hoy
Por Marcelo Britos
Sintió el tironeo en los pantalones y pudo ver desde su altura una sonrisa graciosa, la boca que mostraba los pequeños dientes blancos, intercalados por huecos. Sonrió y siguió despellejando el conejo con las uñas ennegrecidas por la sangre y la carne.
La nena insistió, hasta lograr la atención. La mañana hacía entrar halos de luz por las ventanas que delataban el polvo suspendido en el aire.
--Papi, vení a la huerta conmigo.
Volvió a sonreír. Dejó el macuto de cartílagos y piel sangrante en una de las bachas de la pileta y en la otra se enjuagó como pudo las manos. Se agachó hasta suspender la cara frente a la de ella.
--No puedo mi amor, estoy cocinando. Andá vos y yo después salgo a jugar.
No hizo ningún gesto, sólo siguió pidiendo lo mismo porque no la había entendido, la insistencia de los chicos, despojada de prejuicios y de convenciones.
- Vení a la huerta papi, que hay un ángel, hay un ángel en la huerta.
Lo sorprendió la ocurrencia y esta vez sonrió y la abrazó. Le tendió la mano y ella se aferró con la suya, y lo condujo hacia afuera, a través de las cintas plásticas de la puerta, que se bamboleaban con una brisa modesta. El sol hacía brillar los verdes de las plantas y la misma brisa las meneaba, llevando el brillo a las paredes de la casa.
--¿En serio hay un ángel mi amor? ¿Tiene alas?
--Sí, tiene alas, y se está comiendo las zanahorias.
Cruzaron el patio entre las sillas y los juguetes esparcidos por el piso. El gato estaba bajo la mesa, con el lomo erguido y temblando. Eso le llamó la atención. Pisaron la tierra que anunciaba el inicio del sendero, y siguieron hasta el huerto.
Apuntó con sus uñas despintadas el bulto que yacía sobre las plantas. El hombre se detuvo. Su pecho se llenó de una sensación de vacío y vértigo. Sintió miedo.
Estaba en cuclillas, desnudo, con las alas blancas y sucias encogidas sobre su cuerpo; parecía defenderse del frío. Entre las uñas largas y filosas sostenía una de las zanahorias del huerto, cubierta aún del barro que le había manchado las comisuras de los labios. Era payo y sus ojos inmensos y alertas eran azules como una mañana limpia, pero tenían algo extraño, las pupilas eran verticales, y guardaban en su insistencia algo siniestro, y piadoso a la vez.
Le puso la mano en el pecho a la nena y la empujó despacio, hasta resguardarla tras él. El silencio envolvió todo. Quizá no era ausencia de ruido, quizá las cosas que sonaban en la vida de ese lugar seguían ejerciendo, pero para esos tres seres, encerrados en esa cúpula sensitiva de temor y curiosidad, todo lo que los rodeaba ya no existía.
Dio unos pasos hacia adelante, con cautela, como si estuviera pisando en un campo minado, y el ángel se contrajo. Temblaba, mientras la mano humana iba acercándose para rozarle el cabello enmarañado y áureo.
El hombre le ofreció una sonrisa nerviosa, que después fue mutando a un gesto más tranquilo y amable. Es un ángel pensó , y recuperó el valor. La nena miraba inquieta, ajena a la escena montada por esa criatura y su padre, pero disfrutando con inocencia algo de ternura que se estaba gestando en la imagen.
Sintió más confianza al ver que el ángel no se alejaba y con los dedos le acarició apenas la cabeza.
La nena abrió los ojos al límite, algunos pájaros que solían dormir la siesta entre los paraísos salieron despedidos al viento. Cayó la zanahoria y el zarpazo veloz desgarró piel y tráquea. Gotas imperceptibles de sudor y de sangre llegaron hasta la carita contraída, que no podía entender aun lo que veía. El hombre, guturando y tomándose el cuello con una expresión de terror, cayó pesadamente y se consumió en espasmos hasta quedar inmóvil.
El ángel rugió. Todo pareció vibrar. Mostró una hilera informe de colmillos que asomaban de sus labios. El rugido hizo recordar a la niña a los enojos de su gato, el sonido reptil ante la presencia de otros animales.
El ángel se incorporó y extendió las alas; cubrió de sombras a la niña, que lloraba despacio para no incomodarlo. Una pluma grisácea planeó hasta caer a su lado. Cuando intentó levantarla el ángel volvió a rugir, y la prensó entre las uñas mirando a la nena con enojo, mientras se elevaba. El río de sangre tibia llegó a los piececitos desnudos por los surcos de la tierra. Nadie sabe hacia dónde voló, porque la única testigo quedó mirándose los pies.
Ocurrió en la ciudad de Buenos Aires, hace ya algunos años. La nena tiene ya catorce, y después de vivir con parientes y en clínicas, ahora se la puede ver en la calle, contando la historia a quien se lo pida, a cambio de monedas o cigarrillos. La mayoría no le cree, y sigue confiando en los ángeles.
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