Lunes, 23 de marzo de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
Excesivamente alta, demasiado delgada, portadora de una voz grave, Mercedes cruzaba el barrio con una mochila repleta de vocablos: solterona, bruja, arpía, que adjetivaban a la palabra vieja. Leyendas infundadas hablaban sobre su malicia a la hora de dictar clases en el nivel secundario. La prima de una amiga de la hermana de Mario aseguraba haber sufrido un golpe en su cabeza ocasionado con un metro de madera manipulado por la maldita profesora por ignorar la ubicación de los montes Urales en un planisferio. Con más miedo que respeto, la vereda correspondiente a su antigua casona del pasaje Burmeister siempre la mantuvimos virgen de bolitas, pelotas o figuritas. Asombrados acudimos a su encuentro el día que nos convocó desesperada ante la ausencia de su único compañero, su perro Leal. Decidimos ayudarla y nos dividimos para el rastrillaje. La suerte me condujo hasta la puerta de la Buena Vista, en donde encontré al can en medio de una caravana encabezada por una perra en celo. Desde aquel rescate me convertí, propina mediante, en el responsable de pasearlo diariamente. Sorprendido por una tormenta de verano, una tarde, la vecina me invitó a cruzar el umbral con la intención de secarme. Me consideré un adelantando, el primero de la barra en tener el privilegio de caminar por la casa embrujada, aproveché la ausencia de la dueña y no dudé en hacerlo. Pasillos formados con estantes llenos de libros, diarios apilados, columnas forradas con mapas y fotos me encaminaron hacia el interior de un tren fantasma lleno de espejos, puertas falsas, cortinas colgadas frente a ventanas pintadas sobre una pared. Me sorprendieron objetos suspendidos, globos terráqueos, semicírculos y escuadras gigantes. Me paralizó un esqueleto colgado de una soga. Atiné a pedir ayuda a mi cliente mediante el silbido con el que lo tenía amaestrado. En unos segundos lo tuve a mi lado, me tomé de su collar amarillo y le grité la frase clave de nuestros juegos en el parque, "¡Corre Leal, corre!". En la entrada estaba la arquitecta de aquella trampa con una toalla en la mano. "Eres muy inteligente, usaste a mi bebé como si fuera el hilo de Ariadna...". Todavía agitado, alcancé a preguntarle, "¿Por qué vive en un lugar así?". Fue entonces cuando la maestra, mirando fijo la nada, me dijo: "Para la mayoría de los que están afuera soy un engendro. Sólo existe una forma de matar a los monstruos, aceptándolos. Lejos veo el día en que me admitan distinta. Decidí entonces, construir mi propio laberinto en donde transitar libre de sus miradas." Aquel día aprendí en que no existía una sola belleza, que podía ser capaz de guardar un secreto y que todos, de una u otra manera levantamos prisiones con barrotes de sombras en el rincón más oscuro de nuestros corazones. La segunda vez que caminé por aquella cárcel fue con su permiso. A pocos pasos del ingreso, me cerró la puerta con llave y apagó las luces de la casa. Caminé a oscuras tanteando húmedas paredes hasta apoyar mi espalda contra el frío de un vidrio. Una música celestial me iluminó el camino. Me encontré con una puerta gigante, detrás de ella mi amiga rodeada de plantas, ejecutando su violonchelo. "Inteligente y sensible... El instinto crece en las tinieblas del desamparo. La música, según Orfeo es un arma del pensamiento. El pensar trabaja con invisibles, la magia te libera de la teoría... Te deseo lo mejor, que conozcas al amor...", me anheló Mercedes con un amplia sonrisa que no le conocía. Confundido como siempre, me atreví a preguntarle "¿Usted lo conoció?". La docente, con sus ojos llenos de mar, me contestó, "Alguna vez alguien supo encantarme con su música del alma hecha palabras. Me hizo creer que mi vida tenía sentido sólo a su lado. No confié en mí. Mi vanidad, mi egoísmo, mis inseguridades, pero sobretodo mi terror a su deslealtad me obligaron a soltarle la mano a pocos metros de abandonar mi Hades. Desde aquel entonces sólo me dejé acompañar por distintos animales domésticos a quienes siempre bauticé con el mismo nombre." De tanto en tanto un impulso irreprimible me guía hacia Vivaldi. Me dejo llevar, me elevo, escapo por arriba de mi laberinto de imposiciones heredadas, intento encontrarme conmigo mismo. A veces lo logro. Ayer por la tarde, de no haber sido por los insistentes ladridos de mi cachorro Orfeo que me obligaron a bajar a la realidad, difícilmente hubiera escuchado los fuertes golpes en mi puerta, ocasionados por Mecha, la paseadora de perros.
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