Sábado, 28 de marzo de 2015 | Hoy
Por Miriam Cairo
Ayer soñé, por cuarto día consecutivo, que la empleada municipal abandonaba en mi jardín a sus cuatro dragones. Que los cuatro avanzaban hacia mí a la velocidad del pensamiento y que la empleada municipal emprendía un viaje lentísimo sin retorno.
Soñaba con la realidad como si fuera posible.
Todas las palabras de empleada municipal soñadas como posibles.
Las letras de la palabra dragón se dirigían hacia mí en cuatro patas.
No puedo decir que por ese sueño ahora meto la cabeza, las piernas y el cuerpo en este animal amarillo de cuatro ruedas. Tengo toda una vida metiendo la vida en la boca del lobo. Este es sólo un viaje más dentro del estómago del transporte de pasajeros, revisando lo que leeré para otros, quienes estarán atentos, escuchando y mirando con sus ojos de mirar de cerca.
Pero tampoco el problema está en sus ojos, que a decir verdad, no tienen más que benevolencia por las palabras que escribo. El problema es mi organismo que no ha sido hecho para ser mirado desde los ojos. Como sea. Nunca más aceptaré una invitación a leer, pero ahora voy, porque si hay algo que siempre hago, además de meter la cabeza, las manos y las piernas en la boca del lobo, es hacer sí cuando digo sí, y hacer sí cuando digo no sé. Si algo hago con mi organismo es exponerlo a los ojos hasta que se vacía de presencia.
Es probable que se haga tarde.
Es probable que en medio de la autopista el mundo se parta en dos y los animales amarillos que van para allá queden de este lado, en tanto los animales amarillos que vienen para acá queden del otro.
Es probable que lleve horas volver a pegar los pedazos de mundo partido en dos, entonces, no llegaré a tiempo para leer estos textos que ahora mismo leo sin más público que yo misma, y a quien no reconocería como tal si no fuera porque bien adentro y al fondo encuentro un rasgo municipal con aleteo dragónico que me trae noticias de quien soy, o fui, o puedo ser, o fugo.
Me horrorizo frente a la posibilidad de no cumplir con mi promesa de leer ante todos esos ojos que mirarán adentro del organismo de las palabras que escribo.
Una sudoración fría corre desde la primera hasta la última letra de la palabra frente. Se afloja tanto la palabra brazo que lo pierdo. Cae a un costado, desprendido de mí. Túpac Amaru. La palabra pierna también se separa de mí, me abandona. La otra palabra brazo no tiene vida. La otra palabra pierna está pronta a romperse en mil pedazos. La letra equis de la palabra tórax se me atraviesa en la garganta y con el acento hace un trabajo punzante en la córnea, el cristalino hasta perforar todas las letras de la palabra conjuntiva. La vista se me nubla, pero no me impide ver dentro de mí, dentro de mi memoria, las pupilas nocturnas de la empleada municipal que me ha dejado sus crías.
Qué hago yo, ahora, con los cuatro dragones.
Qué hago yo, ahora, con el sueño de tener sus cuatro dragones.
Poco antes de la hora señalada, la posibilidad de que el mundo se parta en dos no se cumple. Los animales amarillos van para allá y vienen para acá. La palabra asiento sostiene la inestabilidad, disimula el desmayo.
Es momento de ponerme de pie y los cuatro miembros se sueldan a la palabra cuerpo para expulsarme del estómago automotor. Deseo que todos los taxis de la ciudad hayan caído por el agujero de ozono, o estén llevando público masivo a algún recital de Agapornis. Pero no. Ni bien pongo un pie en la verada, se para frente de mí el coche negro con sus cuatro patas redondas, circulantes.
Entro, porque siempre entro en la boca del lobo.
A Ceballos y Ayacucho, digo. Y el chofer está dispuesto a llegar a tiempo. Habla de algo que no puedo comprender pero digo, sí, sí, porque siempre digo sí cuando no comprendo.
Y lo logra. El tipo llega a tiempo y no tengo más excusa. Pero no bajo. Dé la vuelta le digo. Lléveme de nuevo a San Luis y España. Se queda mirándome. Sí, sí, tengo que volver a casa.
A esta altura no tengo idea qué es lo que ve este hombre que me mira porque están completamente separados de mi cuerpo, la palabra cuello, la palabra espalda, la palabra hombros, la palabra boca. Sin embargo parece que dos ojos ciegos están a la altura de sus ojos, porque en ellos fija la mirada y dice, como quiera.
Luego el tipo se pone a hablar de la noche, la inseguridad, los travestis, los ajustes de cuenta. Yo me vuelvo tan simpática que parezco una reina de la primavera, hablo, hablo, hablo, con tal de que ese hombre no pueda decirme nada más.
Por fin estoy en San Luis y España. Pero ahora me doy cuenta de que es muy posible que todo mi dinero sea falso. Y estoy perdida. Me quedé sin batería en el celular. Nadie podrá venir en mi ayuda. Todos mis amigos están esperándome en el bar. Los ladrones de cualquier edad, condición social y género pasan a mi lado pero nadie me roba porque el dinero es falso. No cabe duda.
Treinta y cinco minutos esperando no es gran cosa. Es eterno pero no gran cosa cuando el animal amarillo, milagrosamente frena porque extiendo la palabra brazo que ha vuelto a formar parte de mi palabra cuerpo. Le doy el dinero al chofer y él, distraído, no se da cuenta de que posiblemente sea falso. Me ubico en el primer asiento para disimular. Si me fuera hacia atrás sospecharía. En la siguiente parada sube un muchacho y se sienta a mi lado.
Tengo el cuerpo completo. Las piernas están allá abajo. La cabeza se afirma en la palabra cuello como una bandera de la salud mental.
Salimos de la ciudad muy rápidamente. Muy. En autopista siento que el chofer no sabe manejar. Yo tampoco sé. Pero todo el organismo ahora se me agolpa en la garganta y no me deja conjugar el verbo respirar porque es muy probable que el chofer no sepa manejar. Tengo muchos deseos de preguntarle a mi compañero de viaje si él considera que ese hombre maneja bien, pero un hilo de miedo me ata los labios y mantiene cerrada la palabra boca.
Inesperadamente, el chofer, al cabo de una hora nos deja a cada uno cerca del destino final. Yo subo al taxi y en quince minutos más cierro la puerta de casa. Un olor a escama de dragón me purifica la palabra alma. Al escucharme entrar los cuatro se agolpan en la palma de mi mano. Son tan pequeños a veces, y otras, tan grandes que no entramos, los cinco, en la palabra mundo.
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