Jueves, 23 de abril de 2015 | Hoy
Por Jorge Isaías
Recuerdo aquel famoso poema de Cesare Pavese, Los mares del sur, que además de producir un hecho poético importante, de ruptura con la poesía anterior y transformar lo que se escribía en Italia, narra algunas cosas.
Leído y releído desde mis veinte años, no ha dejado de asombrarme desde entonces. Allí el primo viajero, que habla el dialecto áspero aconseja alejarse de la tierra y luego volver para sacarle provecho y gozar ante un nuevo rencuentro.
El primo que la familia había creído muerto aconseja al joven, quejándose de que en las Langas, hombres y bestias son la misma raza.
Tal vez resulta excesiva la apreciación de este primo siempre bronceado, pero yo que he visto de cerca esos hombres que el gran piamontés magistralmente describe, podría asegurar que en aquellos tiempos remotos, cuando el campo era un sacrificio constante, que no difería con el paso del tiempo por décadas y que sólo fue cambiando lentamente. Por ello no es irrazonable pensar que los caballos eran muy preciados por la gran ayuda que proporcionaba a la gente de campo, porque la tracción a sangre era fundamental. Se utilizaba para arrastra todo tipo de herramientas: arados, rastras, sembradoras, cosechadoras, carpidoras, cortadoras de pasto, etc. Se los usaba para llevar cualquier tipo de carga y por supuesto, el traslado de personas.
Yo he visto a los hombres de mi familia en esas tareas brutas, trabajando de sol a sol, del amanecer a la noche, descansando sólo los domingos a la tarde. Comprendo entonces cómo pudieron cuidar los caballos hasta la exageración, incluso lo hacían por la tradición que traían desde su aldea donde habían crecido.
El recuerdo que tengo sobre todo es el de los amaneceres, cuando las sombras de la noche no se desceñían aún. Ese momento en que las sombras se van apartando como un velo de las cosas, van como desprendiéndose, cual telaraña que una mano invisible retira. Cuando realmente empezaban las tareas. Cuando los hombres luego de tomarse sus mates en silencio, iban saliendo al gran patio de tierra con la brasa del cigarrillo como luciérnaga inquieta, como si fueran ojos que hendían la ya amenazante claridad. Lo hacían sin hablarse porque las tareas estaban previamente acordadas. El más joven iría por el "nochero", atado al palenque de ñandubay, montarlo en pelo y salir en busca de la tropilla encerrada en el potrero grande era una sola cosa. Arrearlos hasta el Abrevadero al pie del molino era la segunda, donde los otros esperaban con sus arneses listos para las tareas del día. Ya sea arar, rastrear la tierra o carpir lo sembrado quitando yuyos, para lo cual ningún caballo se salvaba de llevar sobre su cuello esa pesada pechera de cerda recubierta de cuero y rodeada de yuguillos de hierro y madera con sus argollas y sus ganchos.
En una de ellas me ponían de muy niño. Me sentaban allí al despertarme hasta que avisaban a mi madre que trabajaba en el campo para que viniera a amamantarme. Nunca leche tan sustanciosa se esperó con tal ansiedad por un niño al que acunaron el canto de los grillos cuando el día y el mundo recién comenzaban.
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