Miércoles, 22 de julio de 2015 | Hoy
Por Jorge Isaías
Algunos hombres quedan en el recuerdo de otros hombres porque se han ocupado de salir de sí, para ser muchos y aún salirse de su propia vida para entregarla a una causa en un grado máximo que nadie le exige sino su propia energía y su gran cuota de amor, que pone en juego su comodidad sin especular ni pensar un momento y deja un ejemplo para las generaciones venideras.
Uno de esos hombres se llamó José Martí. A los 16 años fue deportado a España por conspirar contra su corona, desde su amada isla de Cuba.
Allí obtuvo los títulos de Licenciado en derecho Civil y canónico y otra en Filosofía y Letras.
Volvió a América y se puso a conspirar. Incesantemente se movió por los países caribeños, juntando voluntades y medios para hacer la guerra. Se casó en México con la cubana Carmen Zayas Bazán que lo hará padre de su amado hijo José Francisco. Regresa a Guatemala y viaja a Cuba, donde pronuncia su primer discurso político. Es elegido Vicepresidente del Club Central Revolucionario de La Habana. Detenido por conspirar contra el gobierno español, es nuevamente deportado a España y puesto preso. Cuando es liberado sale para Francia.
En 1880 llega a Nueva York y recauda fondos para sufragar la guerra revolucionaria en Cuba. Redacta sus proclamas.
En 1882 inicia sus colaboraciones con el diario La Nación de Buenos Aires. Publica "Ismaelillo", dedicado a su hijo. Allí vivirá hasta 1892, donde escribe y publica un libro íntegramente para niños, llamado La edad de oro.
Una frase suya se hará famosa, entre tantas: "He vivido en el monstruo y le conozco las entrañas".
En 1891 su esposa regresa a Cuba. No verá más a su hijo adorado.
En todos estos años, febrilmente escribe en cuanta revista recoge sus crónicas, con una infatigable pasión revolucionaria, conspirando siempre para liberar a su patria del yugo español.
Aunque conoció a fondo la literatura francesa, no fue un admirador de los simbolistas como su discípulo Rubén Darío. Estaba más apegado a las tradiciones hispánicas pero también apegado a las novedades.
Fue un visionario. Vio en los grandes hombres de América el modelo a seguir: San Martín, Bolívar, José Antonio Páez, Emerson, y fue el primero en poner los ojos sobre Walt Whitman. Dio una versión ajustada de su gran valor poético.
Limpió de ripios y oxigenó a fondo la crónica escrita en español. Le dio estatura y agilidad, carnaduras de un nivel inigualable hasta que apareció su genio.
Nada de lo nuevo le fue ajeno: Flaubert, Henry James, Oscar Wilde. Todo entraba en la esponja de su inteligencia inscripto en su pequeño cuerpo de gigante.
Imposible no comprar las cartas a sus hijos, que otro grande, el Che Guevara, enviara a sus propios hijos, en lo que ambos intuían el último viaje.
En 1895 se encuentra con las tropas de otro revolucionario, José Maceo, cerca de Guantánamo. El 19 de mayo después de arengar a las tropas es mortalmente herido.
Sin ser militar, pensó que debía predicar con el ejemplo. Desoyó consejos. Montó en un caballo blanco, se puso un sombrero del mismo color que acababan de regalarle y se lanzó a la muerte.
Los enemigos nunca devolvieron el cuerpo.
El pueblo lo llamaba El Presidente.
Los que lo oyeron como orador, dicen que sus voz convencía a las piedras.
Era como un canto de alegría por los tiempos nuevos.
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