CONTRATAPA
› Por Pablo Bilsky
"Quiero que la mollera se me torne nalga. Quiero que me digan nalgón, culón incluso, en vez de cabezón. Quiero ser Carlín Calvo, Calvo Sotelo y Calvino, sí, Italo Calvino y también Juan Calvino, soy calvinista, sí, me convertí, yo como peladilla y bebo calvados. Alguien tenía que defender la calvicie. Yo lucho por la alopecia, a favor, no en contra. Soy un tipo que siempre va por la positiva. Defiendo lo que todos atacan, soy abogado del diablo de la calvicie. Quiero ser lampiño de mollera. Deseo ser desbarbado hasta la nuca", dijo, en voz alta, ante su familia en pleno, con una tira de asado enrollada en torno a su cabeza, cual cárnico turbante. Desde hacía meses pasaba horas engrasándose el cuero cabelludo, que rapaba a diario. La lectura de unas poesías satíricas de Francisco de Quevedo le había despertado el deseo de ser calvo.
"Que alguien quite de mi testa la pelusa, que alguien se apiade. Quiero ser capón de cabeza. Y que sea mi balero un muy lampiño culo. Deseo que en mi zabiola relumbren lustrosas pechugas. Quiero hacer de mi mate calva rasa. Quiero encalvar. No le temo al calvario. Soy el christós, el mashiach, el ungido por el asado de tira. Gasten caparazones mis molleras y atortúguese mi testa", agregó. Y entonó luego versos de Quevedo:
Madres, las que tenéis hijas,
así Dios os dé ventura,
que no se la deis a calvos
sino a gente de pelusa.
Antes que calvicasadas
es mejor verlas difuntas.
Calvos van los hombres, madre,
Calvos van;
Mas ellos cabellarán.
La historia de la literatura, que es, en buena parte, una historia de la lectura, registra muchos casos similares. La reacción del lector ante la obra es siempre impredecible, y muchas veces sorprendente. No resultan extrañas las actitudes autodestructivas derivadas de ciertas interpretaciones.
El filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur menciona un célebre caso en su libro Teoría de la interpretación, donde cuenta la triste historia del Roger Dufrenne, quien tras leer el cuento de Woody Allen "Recordando a Needleman" experimentó una identificación tan fuerte con el personaje que da nombre al texto, que dejó de importarle su propio bienestar.
"Cuenta Woody Allen que el señor Sandor Needleman, al asomarse del palco que ocupaba en la Opera de Milán, tropezó y cayó dentro del foso de la orquesta. Era tan orgulloso, y tan incapaz de reconocer que había cometido un error, que comenzó a concurrir todas las semanas a ese teatro para hacer lo mismo, es decir para arrojarse una y otra vez al pozo. Fue tal el efecto que esta actitud de un personaje de ficción produjo en Dufrenne, que este lector, dominado por su pasión, adquirió un abono para la Opera de París con el objetivo de imitar, cada semana, sin importarle las consecuencias, el accionar del personaje del cuento, al que tenía por héroe de tragedia, aunque a todas luces el cuento es humorístico. Dufrenne, que tras meses de repetir su accionar confesó, en privado, que estaba ya harto de aquello, además de quebrado, en todo sentido. Pero en público actuaba como un feliz clavadista", señala Ricoeur en Teoría de la interpretación.
El caso Hernán Uribe, el hombre que quería ser calvo tras leer a Quevedo, se describe en el libro de Lorenzo Ferguson, Lecturas y relecturas de Quevedo en la Argentina, una bien documentada investigación académica en la que se repasa la variopinta recepción del autor español. "El de Uribe fue un caso de identificación con el personaje como el que describen los especialistas alemanes en estética de la recepción. Uribe quería sentirse objeto de las burlas de Quevedo, deseaba sentirse más cercano a la obra del poeta, quería ser parte de ella. Constituye, además, otro caso de locura literaria que remite al más célebre, el de Alonso Quijano, más conocido como Don Quijote", señala Ferguson.
Para la familia Uribe, sin embargo, la historia del hombre que quería ser calvo tuvo otros matices, y no todos heroicos ni quijotescos. "Recuerdo a mi padre con mucho cariño. La familia lo acompañó hasta el final, hicimos todo lo que pudimos. Pero una cosa es creerse caballero andante y otra andar todo el día engrasándose el cuero cabelludo y recitando a Quevedo", señaló Franco Uribe, hijo de Hernán, en una entrevista televisiva.
"Recordamos a nuestro padre con mucho amor, y ahora, a la distancia, también con cierta ironía. Solíamos reprocharle cosas al viejo, mi mamá también, claro, no fue fácil, le decíamos cosas, lo hacíamos con preocupación, pero también nos daba gracia, hay que confesarlo", agregó Franco al tiempo que dio detalles de cómo su padre fue llenando la casa de grasas y aceites. "Nos llenaste la casa de sebo, viejo, convertiste nuestro hogar en una jabonería de Vieytes del orto, yo le decía, y me moría de risa", recordó Franco.
Hernán Uribe había emprendido una lucha desigual contra el hirsutismo y la hipertricosis lanuginosa congénita. Su melena pertinaz se reía de filos y óleos, y crecía, crecía sin cuartel, como la hierba tras la lluvia. "La calvicie afecta a uno de cada tres hombres y yo estoy entre los infelices dos", solía decir. Y hasta llegó a rezar:
Líbrame oh Señor, desta pelambre.
Y que sea la calva luz,
el brillo de mi calva la tuya, eterna luz,
tu infinita, clara luz.
El enojo de la familia fue decreciendo conforme la salud de Uribe se agravaba, intoxicado por las drogas, los mejunjes y remedios caseros que utilizó, sin éxito, para volverse calvo. Pidió ser cremado, y finalmente falleció canturreando entre dientes los versos de Quevedo que lo acompañaron hasta los últimos años de su vida. "Me lleva la Pelá", fueron sus últimas palabras. Su hijo Hernán se encargó del epitafio. Parafraseando el último verso del soneto más conocido del autor español, hizo estampar en la lápida "polvo serás, mas polvo bien pelao".
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